La resaca del mito octubrista

La resaca del mito octubrista

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El significado atribuido al 18 de octubre ha ido modificándose rápidamente en la opinión pública, conforme se deteriora la situación del país: de la euforia e ilusión que acompañaron al mito emancipador que algunos intentaron construir, pasamos al cansancio y la indignación. Y es que, salvo para los fanáticos o para aquellos que hacen de ella su forma de vida, la violencia y el vandalismo cansan rápidamente. Despojado de su mito legitimador el octubrismo, aparece como una asonada antidemocrática. Y nada más.

La violencia solo puede llegar a tener sentido allí donde se la emplea para defenderse de una autoridad tiránica —por ejemplo, Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela, en cuyo caso, por lo demás, cabe más bien hablar de “legítima defensa” que de “violencia” a secas— y no cuando se la ejerce para resistir un orden político-constitucional, con separación efectiva de poderes y alternancia en el poder. Es absurdo creer que la población, por muy descontenta que esté, va a confundir permanentemente ambas situaciones. Sobre todo cuando, además, esa confusión comporta el deterioro gradual de la convivencia, así como de sus condiciones políticas y económicas.

El Gobierno y sus personeros experimentan, entre tanto, la resaca del desvanecimiento del mito octubrista, que con tanto ahínco promovieron y apoyaron, es decir, del mito de que para el 2019 vivíamos bajo alguna forma intolerable de opresión e injusticia —o, peor, y en su “versión extendida”, de que siempre, desde los albores de la historia nacional, habíamos vivido bajo alguna forma real o encubierta de tiranía—. O es de suponer que la experimentan: que algún embarazo o vergüenza sienten a la hora de tener que borrar mensajes en las redes sociales, desdecirse, hacer piruetas retóricas, presentar excusas y, si somos afortunados, alguna disculpa; que advierten que los repetidos intentos por contextualizar sus hechos y declaraciones son, precisamente, un reconocimiento tácito de su injusticia y oportunismo.

La situación de los personeros y miembros de la coalición gobernante es parecida a la del legendario barón Münchhauser, que intentaba salir de la ciénaga en que había caído jalándose de sus propios cabellos. Ese es el costo de la deslegitimación —y, por poco, de la complicidad en la destrucción— de las instituciones democráticas en que se embarcó el grueso de quienes ahora nos gobiernan: debatirse en el lodazal.

Digamos, sin embargo, que el retroceso del mito octubrista expone, quiérase o no, ciertas verdades, que tal vez constituyen un consuelo a todo lo que desde entonces ha acontecido: primero, que el discurso maniqueo y populista, que medra a costa de las instituciones democráticas y que divide a la clase política entre buenos y malos, es no solo falso, sino también peligroso; segundo, que no hay malestar que justifique un embate contra tales instituciones. (El Mercurio)

Felipe Schwember