Si algo ha quedado claro luego de tantas elecciones este año, y de asistir a tanta discusión política previa a las elecciones, es que el debate de ideas, la discusión racional de alternativas no está de moda. Nada más palpable que lo anterior fue la segunda vuelta para elegir gobernador de la Región Metropolitana. Por un lado, un candidato de centro, que no contaba con todas las simpatías de su público objetivo, que ofrecía un camino de trabajo para mejorar lo ya existente, y por otro, la candidata que, haciendo apología a su ignorancia, apelaba al alma y el corazón de sus electores para cambiar lo existente por un sueño que ni siquiera ella tenía claro cuál era. Lo más sorprendente es que el resultado fue estrecho, cuando el primero debió haber propinado una paliza electoral de proporciones al segundo.
Lo anterior es una muestra elocuente del desencanto del pueblo con su clase política. Es verdad que muchos podrán argumentar que el cargo de gobernador es un “león sin dientes”, y que ello explicaría el bajo porcentaje de personas que llegó a sufragar. Sin embargo, la creciente influencia en la política nacional del Frente Amplio y el Partido Comunista, con un ideario “revolucionario” cuyo común denominador en cualesquiera de los países donde se ha implementado es el reparto equitativo de la miseria y la pérdida de libertad, no nos puede ni debe dejar indiferentes. Las dos Coreas, más el caso de China y Taiwán, y los desastres latinos son una prueba más que suficiente de lo anterior.
El problema de falta de credibilidad no es exclusivo de la izquierda radical, sino más bien un problema transversal a toda la clase política. La gente se cansó de los políticos, de sus constantes ventas de pomadas. Un ejemplo de lo anterior es la centroizquierda, moderada y objetiva, que no se ha cansado de decir que en Chile hay hambre debido a la insuficiente ayuda del Gobierno. Luego, el Banco Central, organismo independiente del poder político, sostiene que las ayudas a familias en Chile son las de mayor duración entre países del continente, y su cobertura es solo superada por EE.UU. Todo lo anterior apoyado por un periodismo militante donde el pudor del análisis concienzudo no existe. ¿Qué se le puede pedir a una persona común y corriente que rescate de lo anterior? Poco, y por eso los vendedores de pomadas, o populistas, parecieran la solución, pues en simple prometen algo que tiene sentido. Y si a lo anterior le agregamos la peor crisis económica de los últimos 50 años, entonces el resultado podría ser un desastre, tal cual ha sucedido en Perú.
Así es como hemos llegado a una revolución de la ignorancia. Una que promete acabar con el modelo más exitoso de latino América, desdeñando evidentes y sobresalientes avances tales como la reducción de la pobreza a un dígito, ingreso per cápita y salario mínimo más alto de Sudamérica, y una disminución de la desigualdad, que, a pesar de ser lejos de la deseada, es una de las mejores de la región. Es cierto, quienes reniegan del progreso y del trabajo y la libertad como herramienta para lograr el bienestar, nos prometen el nirvana de la igualdad, y la gran duda es que los ejemplos existentes como Cuba o Venezuela son un estruendoso fracaso.
Como dijera Isabel Díaz Ayuso, la política española del Partido Popular, presidente de la comunidad de Madrid, de desigualdad nadie muere, pero de hambre sí. Hoy tenemos un buen número de políticos que proponen sandeces que ni ellos se creen, pero como suenan bonitas las repiten como loros; luego otros, como la Lista del Pueblo, que cree que la solución es eliminar a los políticos; y por último los comunistas, que siguen con las revoluciones populares donde el progreso y la libertad con suerte llega a sus dirigentes. Libertad y progreso se ganan con esfuerzo y planificación, limitando el poder político y del Estado, creando las condiciones para que, quien se esfuerza, sea dueño sus frutos, y no que un burócrata ilustrado disponga cómo y cuándo hacerlo. Por eso, en la próxima elección, levántese a votar, porque los que quieren apropiarse del esfuerzo ajeno irán en tropel a hacerlo. (El Líbero)
Manuel Bengolea