El famoso intelectual inglés del siglo XVIII Bernarde de Mandeville describió las “bondades” de la maldad humana. Según él, solo gracias a la malicia de las personas se logra que los países avancen y que las sociedades prosperen. En su célebre escrito “La fábula de las abejas” se pregunta qué pasaría si de pronto toda la gente se volviera buena. El resultado —concluye— sería desastroso. La sociedad prácticamente desaparecería. Así, Mandeville llega a la famosa conclusión de que “los vicios privados hacen el bien público”.
El caso Hermosilla muestra que la realidad supera muchas veces a la ficción. Una serie de Netflix o un libro de Grisham habría sido considerado inverosímil con este libreto. Pero así es esta historia. Un prestamista de facturas falsas, una abogada que carga sobres de dinero, y un abogado con muchos amigos. Prostitutas, droga y traiciones. Ideas incluso de quemar una oficina pública.
Y la pregunta de Mandeville es válida, ¿hay algo bueno en todo esto?
Por de pronto, el caso nos confirma —una vez más (desde el desmalezado de la refinería de Concón hasta el caso Audio, pasando por colusiones, fundaciones, MOP-Gates, Pentas, SQMs y un largo etcétera)— lo que todos sabemos: que no somos un oasis, que “la probidad del chileno” es una fantasía, que la corrupción está enquistada en el país y que los métodos se van haciendo cada vez más gansteriles.
Pero no queda solo ahí. El teléfono de Hermosilla contiene demasiadas cosas. Tantas que es imposible dimensionar hasta dónde llega su sombra. A cuentagotas, con un audio al día, podemos pasarnos toda la vida escuchando nuevos actos corruptos, nuevos favores inaceptables, nuevos tráficos de influencias. Su límite es insospechado. Hermosilla conversaba con demasiada gente…
Como pareciera ser una costumbre, la corrupción en Chile es con huella dactilar. Hasta ahora, las maldades se hacían con su respectiva factura, su comprobante, su boleta o su fundación creada para aquello. Hoy parece ser que todo tiene su respaldo en el WhatsApp.
Sí, tras todos los escándalos conocidos hay algo bueno. Sabemos mejor quiénes somos y en eso hay un valor. Hoy hemos corrido un poco más “el velo de la ignorancia”. Conocer la verdad nunca debiese ser triste.
Pero ¿conveniente para el país, como diría Mandeville? Claramente no.
Es injusto para esa mayoría de empresas que cumplen la ley. Es inmoral por el uso de artimañas para enriquecerse o para saltarse la legalidad. Y, desde el punto de vista político, se alimentan las condiciones para que surja “el paladín del pueblo” que vendrá a poner orden (cuyos resultados, nos recuerda Platón, siempre termina mal) o para un nuevo estallido social que busque refundar el país.
Burdamente algunos han salido a tratar de hacer ganancias fáciles con el caso. Que esto es culpa del neoliberalismo (como si la corrupción no existiera en países socialdemócratas, chavistas o musulmanes). Otros le han sacado el pasado comunista a Hermosilla, para demostrar que ahí está el problema. O que su hijo fundó Revolución Democrática. Cada uno buscando agua para su molino de este caso.
Aunque hay algo indesmentible: Hermosilla estuvo muy dentro del gobierno de Piñera. Eso hace que indudablemente las sombras pueden ser más largas para un lado que para otro. Tendremos que conocer las 700 mil páginas de transcripciones para saberlo, pero las probabilidades no juegan en favor de Chile Vamos.
Pero el problema para el país es mayor.
Es cierto que las crisis son una oportunidad de limpiar. Así lo decía Hayek, al menos, respecto de las crisis económicas. Pero las oportunidades en Chile han sido demasiadas. Y, a diferencia de lo que pensaba Mandeville, acá no hay un bien público. El espejismo de la casta corrupta y el pueblo virtuoso suele ser una combinatoria que termina mal. Muy mal. (El Mercurio)
Francisco José Covarrubias