En una de ellas, un grupo de personas pagó una inserción en este mismo diario donde, empleando un conjunto de citas y en un verdadero ejercicio de intertextualidad y de imaginación, decían que el golpe había evitado que Chile fuera como es hoy Venezuela, una versión de lo que es la dictadura de Maduro o algo peor. La inserción produjo una muda protesta de periodistas que, en el frontis del diario, se fotografiaron con un letrero diciendo que la inserción no los interpretaba.
La otra manifestación, algo más preocupante, se produjo en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Allí un profesor —luego de ver carteles de víctimas de la dictadura empapelando las salas— afirmó que eso era unilateral y partisano, que el golpe merecía una reflexión mayor acerca de sus causas y que los estudiantes deberían atender al presente. Las declaraciones del profesor merecieron el repudio de los estudiantes en una suerte de lo que se llama hoy funa —gritos, reproches, presencia física amenazante y muda, etc.— y más tarde circuló una carta pública de repudio a sus palabras.
Ambas situaciones ayudan a preguntarse si acaso el debate público tiene límites.
Alguien podría pensar que los puntos de vista que lesionan a algunas personas o hieren sus sentimientos no debieran ser admitidos en la esfera pública ¿Acaso, podría preguntarse, no existe el deber de no dañar al prójimo? ¿Por qué entonces tolerar que se irrite o lesione la memoria de las víctimas de hechos luctuosos? ¿No habría sido mejor que el profesor se quedara callado respetando el sentimiento ajeno?
Parece sensato.
Pero si se reflexiona más de cerca se advertirá fácilmente que no.
La subjetividad de las personas o la forma en que ellas reconstruyen su memoria —incluso cuando es plenamente fidedigna— no pueden erigirse en límite al discurso público. Cada ser humano cuenta con una subjetividad que le es propia, atesora un puñado de convicciones y se aferra a un conjunto de bienes que orientan sus días. Pero si se aceptara que la certeza subjetiva que cada uno tiene sobre esas cosas no puede ser desmentida o sometida al escrutinio crítico por el discurso ajeno (como parecen creerlo quienes funaron al profesor) entonces el debate público y democrático quedaría sepultado en el silencio. Cada uno sería una mónada encerrada en sí misma, que nunca saldría a compartir lo que piensa o cree con otros.
Peor aún. La racionalidad sería abandonada.
Y es que lo que se llama racionalidad es un esfuerzo por someter la propia certeza subjetiva al juicio de una deliberación más o menos imparcial. Cada vez que una persona dice sentir una cosa o creer alguna otra está afirmando algo que ocurre en su interior, en su conciencia. Pero cuando sale de ella, cuando abandona el recinto de su yo, la mera afirmación de sentir o creer algo (o pasarle algo, como a veces suele decirse) no basta. Es necesario someter ese sentimiento o esa creencia al juicio de los demás mediante la razón. Y eso es más o menos lo que hacen los medios de comunicación y las universidades. Crean mediante el lenguaje y las reglas del diálogo un ámbito compartido donde cada uno (con sus sentimientos, creencias y memoria) comparece ante los demás y busca la certeza, ahora compartida, acerca de lo que siente.
Porque, como es obvio, no basta sentir algo para que ese algo sea correcto, valga la pena o sea compartido por los demás. La racionalidad (que es también una cierta ética del comportamiento) enseña a someter la propia subjetividad, los propios sentimientos, a la reflexión de los otros, a la prueba de la crítica ajena. Es lo que hizo el profesor cuando debatió con sus colegas. Por supuesto, eso produce a veces incomodidad, irritación, molestia en quien ve su punto de vista amenazado; pero es la propia razón la que enseña que cuando ello ocurre debe ser un estímulo para buscar mejores razones, única forma de que la certeza que cada quien tiene de sí mismo y del mundo sea aceptada o reconocida por los otros.
Por eso ni los periodistas del diario ni los estudiantes que acallaron a ese profesor actuaron del todo bien.
Cuando los periodistas dicen que la inserción no los interpreta están formulando, en verdad, una crítica al hecho de que la inserción apareciera en el medio en que trabajan. Pero es obvio que un diario, parte de la esfera pública como es, carece de razones para no publicar una comunicación en la que un puñado de ciudadanos, incluso errados, comunican un punto de vista. Y nadie pensaría que todo lo que sale en un diario —Dios nos libre— interpreta a todos quienes trabajan o escriben en él.
Y cuando esos estudiantes, en una sala de clases, en vez de dar razones acallan la voz del profesor, le están haciendo un flaco favor a la vida universitaria (desgraciadamente, no son los únicos). Porque la universidad es la única institución social que se especializa en enseñar a sus miembros a que su subjetividad y sus sentimientos no tienen la última palabra, sino que son apenas el primer indicio para comenzar a razonar.