Los momentos extremadamente turbulentos que vive Bolivia y la proximidad de la elección presidencial (agosto de este año), son muy sugerentes a la hora de examinar algunas características de los liderazgos carismáticos que han aflorado allí. Son líderes marcados por un tipo de gravitas identitario.
La primera aproximación ancla necesariamente en una duda importante. ¿Son estos liderazgos identitarios una simple moda o tienen algún sustento de largo aliento?
Dada la intensidad con que se usan los argumentos identitarios en la praxis gubernativa -y el éxtasis observado en el progresismo latinoamericano y europeo-, cabe la hipótesis de la moda. No sería la primera vez.
Argumentos extremos -descalificando a los opositores basado en cuestiones identitarias- son del todo subjetivos y no son exclusividad del escenario boliviano. Por ejemplo, han estado presentes en África, durante la descolonización y en los años posteriores. De hecho, hace recién una década, en Zambia, se observó un caso extremo. Guy Scott, vicepresidente de la República, no pudo reemplazar al mandatario Michael Sata, quien había fallecido, por el simple hecho de ser blanco. Pese a declararse el país como “democrático”, se le obligó a renunciar. Ocurre que Scott no sólo es zambiano de nacimiento, sino que cultivó su liderazgo al calor de las luchas anti-colonialistas. Siempre fue reconocido como tal, hasta que la moda y la subjetividad identitaria pudieron más.
El liderazgo identitario no fue, por lo tanto, un descubrimiento de Evo Morales ni de su partido el MAS. Simplemente se correspondió con la moda. Una moda tan intensa, que supo arrebatar la fascinación que muchos dicen sentir por la democracia liberal. Y, desde luego, capturó también la imaginación de cuanta idea izquierdista existiese.
Para entender mejor este fenómeno, se puede recurrir a un concepto propio de los estudios internacionales que describe las características extremas de los liderazgos políticos. Se le conoce como la “teoría del loco”.
Curiosamente, pese a que ya Maquiavelo lo mencionó, y a que en las últimas décadas ha habido múltiples ejemplos, es una noción algo incómoda. En el mundo anglosajón se le conoce como madman theory. Roseanne MacManus y el clásico Stephen Walt han sido sus principales exponentes.
Puesto en simple, se trata del ejercicio del liderazgo desde una postura de inverosimilitud simulada. Engloba conductas y actitudes irracionales, que obligan a la contraparte a calcular seriamente las eventualidades extremas. El objetivo es hacer creer a los rivales y opositores que la impredictibilidad es verídica.
Fue John Foster Dulles, secretario de Estado entre 1953-1959, quien puso en circulación el concepto al interior la administración Eisenhower. JFD decía ser un firme convencido que el líder soviético, Nikita Jruschov era un gran simulador y que jugaba permanentemente a estar loco. De hecho, en una ocasión, se sacó un zapato en un podio de la ONU y golpeó varias veces el escritorio. Es bastante probable que la observación de JFD sea veraz. Quien sepa de estudios soviéticos concluirá que Jruschov no habría sobrevivido a las purgas y represiones stalinistas si no hubiese sido un muy excepcional simulador. Por su lado, Kissinger se refirió muchas veces a la tentación de Nixon a proyectar la imagen de madman, especialmente en el caso de la guerra de Vietnam. Por otra parte, los medios internacionales informan con frecuencia en los últimos años sobre la conducta demencial del líder norcoreano Kim Jong-un. Es tan frecuente que la ha transformado en la base de su política exterior; siempre con el dedo puesto en un misil o en un artefacto nuclear. Japón, Corea del Sur y varios países de las cercanías saben que tales amenazas podrían cumplirse, pues el lanzamiento de misiles al mar suele ir acompañado de una retórica belicista extrema.
Guardando las proporciones, la política boliviana ha caído en un estado asimilable a aquello. Ha pasado a estar dominada por dirigentes completamente irracionales, obsesionados con los temas étnicos y enfrentados entre sí por asuntos indiscernibles. Han instalado la definición étnica como eje central. El que no pertenezca a una comunidad indígena queda excluido. Y, si la situación lo pide, merece toda clase de insultos.
Por cierto, a diferencia de los ejemplos citados, Bolivia es un país pobre (al borde de incumplir cuestiones básicas tanto para el funcionamiento de la sociedad, como los pagos a organismos internacionales, la falta total de combustible etc.), enclavado en el altiplano, sin enemigos reales (más allá de los imaginarios) y sumido en la indiferencia regional, pero clave por su ubicación geográfica. El problema lo tienen sus vecinos. Esos liderazgos identitarios extremos han conducido al país a una acefalía gubernativa peligrosa y a clivajes tan extraños, que todo cuanto sucede allí parece una locura tragicómica.
Conviene preguntarse, cómo fue posible este etnicismo fanático. Cabe recordar que, en 2005, cuando el MAS llegó al poder, fue vitoreado por moros y cristianos. Se respiraba júbilo con un líder (Evo Morales) y un partido político que mostraban un liderazgo “genuino”. Acorde a la trayectoria del país. El futuro se veía radiante.
Era evidente que las izquierdas latinoamericanas vieron aquel proceso como algo cualitativamente distinto, que les permitía salir del encasillamiento populista e ideologizado, así como del marasmo tras la caída del Muro de Berlín. El progresismo vio cómo sus aspiraciones de “inclusividad” tomaban forma. A través del etnicismo extremo se creyó posible recuperarse como alternativa de largo plazo. La experiencia boliviana señalaba que el edén nuevamente estaba a la vuelta de la esquina.
Sin embargo, sucedió lo inevitable. El acostumbramiento al poder.
Sobrevinieron los mismos vicios que en cualquier otro régimen y en cualquier parte del mundo. La pulsión por eternizarse en el gobierno. Los fraudes y resquicios. Los excesos por doquier. Morales terminó acusado de vejámenes a mujeres, incluyendo menores de edad y estableció amistad con unos peculiares dirigentes identitarios del Podemos español acusados de fechorías similares.
El sucesor de Morales, quien a ratos parece tratar de atenuar estos peligrosos rasgos, se encuentra ante un dilema de cara a los comicios presidenciales. O rompe definitivamente con esos extremos identitarios, e intenta dar toques de racionalidad a su gobierno, o no podrá evitar la amenaza de una regresión étnica aún más intensa. Nuevas locuras de Morales bien podrían desatar peligrosos desequilibrios regionales.
Desde el punto de vista de la seguridad, el asunto más nocivo en estos momentos son los movimientos migratorios descontrolados. Bolivia se ha transformado en una especie de pasillo interminable.
Todo esto sin contar con que el regreso eventual de Evo plantea una pesadilla adicional. Es muy amigo de otros cultores de liderazgos identitarios. También del tipo mad. Por ejemplo, uno que asegura hablar con pájaros. En suma, un asunto demasiado delicado, pero con un toque de realismo mágico. (El Líbero)
Iván Witker