En su libro “El proyecto Chile: la historia de los Chicago Boys y el futuro del neoliberalismo”, cuyo lanzamiento tuvo lugar en estos días, el economista y escritor Sebastián Edwards, plantea que el neoliberalismo -lo define como un sistema donde el ámbito del mercado es extraordinariamente amplio y cubre casi todas las actividades- ha sido superado en Chile a partir del segundo gobierno de Michelle Bachelet. En una entrevista señaló taxativamente que “ya cayó en Chile, no existe, no hay neoliberalismo en el país”. Existen variadas razones y no pocos indicadores para sostener esta tesis.
Basta mencionar la pensión universal garantizada, la gratuidad universitaria, la salud y el transporte público para comprobarlo. Los recursos de gran magnitud -y crecientes- para financiar estas políticas públicas explican en buena medida el déficit fiscal que ya se vuelve crónico. No cabe olvidar el ingreso familiar de emergencia, pagado por meses a millones de chilenos durante la pandemia con fondos del tesoro público -hasta casi agotar los ahorros acumulados durante el cuarto de siglo que siguió a la recuperación de la democracia. Este subsidio entregado directamente a las personas fue, como proporción de la población, uno de los de mayor cuantía a nivel mundial en el contexto de la crisis sanitaria.
En consecuencia, la máxima aspiración de la nueva izquierda del Frente Amplio -la superación del neoliberalismo en Chile- en ámbitos significativos ya ha sido satisfecha o, por lo menos, se encontraría en avanzado estado de consumación. Aún así varios de sus representantes siguen esgrimiéndola como bandera de lucha, como si nada hubiera cambiado en los últimos años. El problema de persistir en un objetivo político que ya se encuentra cumplido o en vías de su plena realización, es que la inercia de lo que queda de esa energía antineoliberal, desplegada intensamente por la nueva izquierda, arrastra a su paso al proceso de modernización capitalista. Ese efecto colateral, por así llamarlo, tiene al crecimiento económico, que es imprescindible para alcanzar el desarrollo, como su principal víctima.
Por lo demás, nunca estuvo muy claro entre quienes hicieron de la superación del neoliberalismo el centro de su acción política, cuánto había que remover de las bases neoliberales del modelo chileno y cuánto de capitalismo propiamente tal. El libro “El Otro Modelo: del orden neoliberal al régimen de lo público” intentó dar claridad en medio de esa confusión, pero no logró despejarla. En cambio, la propuesta de la Convención Constitucional fue la expresión más elocuente de la aspiración de acabar no sólo con el neoliberalismo, sino que de paso con la modernización capitalista que le ha dado a Chile los mejores momentos de su historia.
He aquí entonces una notable paradoja: ha sido el neoliberalismo chileno -neoliberalismo inclusivo le llama Edwards al que habría impulsado la Concertación durante los cuatro mandatos que gobernó- el que ha producido los mejores resultados en materia de desarrollo humano en América Latina (Chile encabeza el ranking desarrollo humano que elabora el PNUD ya por muchos años), mientras que las políticas implementadas por la izquierda regional en sus expresiones más agudas han fracasado ostensiblemente y, en casos como los de Cuba y Venezuela, han terminado en verdaderas tragedias humanitarias.
Pero aun con sus notables avances, la desigualdad ha sido considerada como el problema más grave del modelo chileno, que la modernización capitalista no pudo resolver. Para la izquierda “la desigualdad más grande del mundo”, que habría campeado en Chile todos estos años, ha sido y sigue siendo la razón de ser de su acción política. Pero así como el neoliberalismo va remitiendo entre nosotros -o ya lo hizo como asevera Edwards-, otro tanto podría estar ocurriendo con la desigualdad. En efecto, se va a producir en los próximos años una importante baja del coeficiente de Gini como resultado de las políticas de gratuidad y subsidios implementadas en la última década. Quién lo iba a decir: Chile estaría ad-portas de experimentar la desigualdad más baja de su historia, no tan distinta a la que se observaba en los países cuando alcanzaron las etapas tempranas del desarrollo. Podría ser incluso que la desigualdad de ingresos se reduzca, más temprano que tarde, a valores más cercanos a los de países desarrollados.
Estos cambios, cuya profundidad no es posible exagerar, están vaciando al discurso antineoliberal de los contenidos que lo hicieron triunfar en la batalla de las ideas, sobre todo entre los jóvenes, y desafían al progresismo y a la nueva izquierda a un urgente proceso de renovación de su razón de ser política. (El Líbero)
Claudio Hohmann