Porque se trata de una lucha por el poder es que en la política nunca han predominado los mejores sentimientos del corazón humano. Lo que no se entiende, sin embargo, es por qué tengan que prevalecer los peores. La democracia no es meritocrática, vale decir, no asegura que sean los mejores los que resulten elegidos, aunque tampoco se entiende que sean muchas veces los peores.
Si bien el fenómeno no es exclusivamente chileno, asistimos hoy a una cierta degradación de la política y, con ella, de la democracia. Cuando baja la calidad de la política, cae también el prestigio y aceptabilidad de la democracia como forma de gobierno. De ahí que si los políticos juegan con fuego, exista el riesgo de que este se extienda a la democracia. El fuego es la corrupción, claro está, pero también la mediocridad con que por momentos se hace política y que los medios de comunicación muestran día tras día sin tener que esforzarse mayormente para ello.
Es en un marco desalentador como ese que hay que colocar el alentador anuncio de Ricardo Lagos en cuanto a su voluntad de participar en la próxima elección presidencial. En ese mismo marco es preciso ubicar las propuestas de su último libro. Y ello porque tanto su anuncio como el libro hacen excepción a la mezquindad que afecta a nuestra política. Lagos no necesitaba competir y el consejo de cualquiera que pensara solo en el beneficio personal del ex Presidente habría sido que se abstuviera de hacerlo y que continuara con las muy gratificantes tareas que realiza en el ámbito nacional e internacional. Pero lo hizo. Lo hizo por convicción, no por beneficio personal, no porque hubiera leído una encuesta que lo favoreciera, y tampoco porque en su currículum hiciera falta una segunda presidencia de la República. Simplemente, prefirió tomar un riesgo antes que restarse a la competencia, y ese riesgo era tan alto como que a otro de los precandidatos, hasta ese momento ferviente laguista, le bastó leer una encuesta que lo dejaba bien para acusar al ex Presidente de presumir de salvador de la patria.
Lagos ha llamado a mejorar el tono y la calidad de nuestra conversación política, una conversación que incluye debates y desacuerdos, aunque no es necesario tener los primeros a gritos y transformar los segundos en conflictos. Y mejorar esa conversación no pasa solo por cuidar el lenguaje, sino por el cultivo de esa nobleza de espíritu que se relaciona con el bien general y no con el propio.
No se puede decir cuál será la suerte que corra finalmente el nombre de Lagos en medio de la masa más bien informe de tantos que sin sentido de la realidad ni menos del pudor van por ahí declarándose «disponibles». Nadie puede decirlo, es cierto, aunque sí puede afirmarse que su ingreso al escenario presidencial ha subido la vara y contribuido a que los ciudadanos nos empecemos a fijar más en las propuestas que en las encuestas.
¿Es Lagos una preferencia de las élites? Y si en este caso esa palabra aludiera a quienes tienen buena cultura política, suficiente comprensión de los desafíos que enfrenta el país, mayor sentido de Estado y menos del partido en el cual se milita, más apego a la carrera en que está el país que a la propia por alcanzar posiciones personales, ¿por qué no formar parte de esa élite?
¿Es Lagos preferencia de una centroizquierda que aprendió la lección de que los cambios tienen que hacerse con sujeción a la inevitable gradualidad que permiten las reglas de la democracia y no al vaivén de las pasiones de los que querrían cambiar las cosas como en una habitación se pasa de la oscuridad a la luz presionando un simple interruptor? Y si así fuera, ¿no es eso un bien en vez de un complejo del que habría que avergonzarse?