Parto de la base que soy de aquellos que no creen en los argumentos moralizantes para ejercer el derecho a voto. No siento que quienes votan sean mejores ciudadanos o ejemplos de virtud cívica y quienes no lo hacen unos irresponsables.
Ambos comparten un ethos: ejercen su libertad y ciudadanía como mejor le plazca. Así como quienes van a votar muchas veces no lo hacen por razones “buenas” (un amigo va de candidato o un concejal les regaló una camiseta) también quienes no votan pueden hacerlo por razones “buenas” (no ir a votar por rechazo al sistema o castigo a la clase política).
Eso me lleva a entender que el sistema electoral y la obligatoriedad/voluntariedad del voto es sólo un instrumento de la democracia y no un fin. Y se me dan a elegir entre ellos, tiendo a privilegiar la voluntariedad que pone el acento en la libertad de los ciudadanos y en una posición de poder frente al Estado. Por eso sigo creyendo en el voto voluntario.
Pero también lo hago por razones estratégicas: la pregunta a resolver es dónde se pone el acento en situaciones de crisis de confianza como esta. Y parece razonable poner en el pizarrón a la política más que a los ciudadanos. Nuestra democracia hace agua principalmente por la calidad de la política y sus partidos. Las fluctuaciones de la participación electoral cambian de elección a elección según la evaluación de los candidatos. Esto es normal en sistemas electorales con voto voluntario: en Suecia o Colombia han existido elecciones con sobre el 60% de participación. En Chile y Costa Rica con menos del 35%. ¿Qué falla en el caso de Chile?Evidentemente la falta de incentivos correctos para ir a votar. Y esos incentivos son de doble naturaleza: políticos y sistémicos.
Partamos por los políticos: la ausencia de renovación de la oferta de candidatos y mensajes les pega brutalmente a las coaliciones mayoritarias. Si bien ha existido un triunfo simbólico relevante de la derecha, la verdadera competencia de la elección fue por perder menos votos: casi 1,2 millones menos en total.
En alcaldes la Nueva Mayoría perdió un 35% y Chile Vamos un 14%. Lo de Providencia y Santiago es botón de la realidad de las zonas urbanas: aumenta la abstención y los votantes moderados dejan de votar como sanción a la coalición gobernante. La señal con candidatos como Sharp en Valparaíso, Castro en Renca, Barriga en Maipú, Pizarro en La Pintana y René de la Vega en Conchalí es la necesidad de renovación venga de donde venga.
En los incentivos institucionales para la participación es peor el déficit: la baja participación era absolutamente predecible. Y la pasmosa actitud del gobierno para reaccionar ante una irresponsabilidad.
Acá no se hizo nada por mejorar la participación. Se dañó la confianza en el padrón electoral.
Herramientas existían: desde transporte gratuito hasta sistemas electrónicos de votación. Se pudo mejorar la configuración de mesas y el funcionamiento del sistema de vocales. Nada de eso se ha hecho ni discutido en Chile.
Se optó por omisión en mantener un sistema electoral en la prehistoria y debilitar a las instituciones. Las antípodas de la modernidad en la democracia. Por eso poco valen las lágrimas de cocodrilo que se derraman la semana después. Ni los cambios de autoridades después del desastre: no hay director de servicio o subsecretario de los que fueron cambiados ayer que pudiera contra la ausencia de voluntad política de mejorar el Estado.
Ese es el talón de Aquiles de la NM: cambiar nombres, no prácticas. Muchas de ellas no son más palabras decorosas o cambios ansiosos ante la incapacidad política de hacer una mejor gestión.
Ahí está la responsabilidad política y moral de la abstención: una clase política que avanzó más lento de lo que requiere el país. (La Tercera)
Sebastián Sichel