Si las ayudas estudiantiles elevan los aranceles en la educación superior, es muy debatido. Los estudios empíricos tienen resultados divergentes, pero de existir, los impactos serían más bien modestos, particularmente en instituciones estatales o sin fines de lucro. Así, los aranceles efectivos pueden no estar inflados, haciendo innecesaria su regulación. Sin embargo, el FES sigue esta lógica, impidiendo a las instituciones de educación superior, que se sumen a él, exigir un copago a los estudiantes de los deciles 7, 8 y 9.
Varias de ellas tienen aranceles efectivos que no son muy distintos de los regulados, pero en otras la brecha entre ambos es 30% o más. Por esa razón, varias instituciones de educación superior, con gratuidad, debieron realizar ajustes dolorosos para acomodarse a dicha política. Sin embargo, la posibilidad de mayor libertad para fijar los aranceles para los estudiantes no afectos a gratuidad les permitió acomodar mejor el impacto. Pero ahora, al extenderse los techos arancelarios al grupo de estudiantes más grande, el impacto para estas instituciones será mayor.
Por cierto, si los aranceles regulados estuviesen muy bien diseñados la tensión se reduciría, pero ni los criterios definidos por la ley ni los utilizados en el ejercicio específico que los determina dan garantías.
La ley establece un modelo de costos por grupos de carreras similares que es propio de monopolios naturales, donde los productos son homogéneos y de calidad objetiva. Su extensión a la educación superior es inconveniente. Ahora, su implementación tiene muchas particularidades.
Las bases que contienen los criterios de cálculo son discutibles. Algunos ejemplos.
La distinción entre costos “necesarios” para proveer el pregrado es arbitraria. Por ejemplo, se excluye todo desembolso académico de investigación y extensión de los costos del pregrado, como si una parte de estos no lo enriqueciese.
El índice ocupado para ajustar los costos reportados por las instituciones (en el entendido de que estas podrían inflarlos), aunque plausible, no es contrastado con otros que pueden tener menos objeciones.
El tratamiento estadístico de los valores extremos, tanto para costos docentes como para infraestructura, tiene riesgos que deberían ser ponderados por medio de un análisis cuidadoso de la información estimada como extrema.
El ajuste de los metros cuadrados de infraestructura por estudiante es forzado y olvida que distintos estudios muestran que ella afecta variables clave del proceso educativo, como, por ejemplo, la deserción.
En fin, son muchas decisiones discutibles sometidas a escaso escrutinio. Pero quizás un enfoque posible para avanzar en la política de la gratuidad.
Sin embargo, esas decisiones pierden legitimidad cuando se quiere extender la regulación a una proporción mucho mayor de estudiantes. Por un lado, el impacto de los errores que se pueden estar cometiendo en la definición de los aranceles regulados crece significativamente. Por otro, porque su aplicación ya ha tenido efectos que no se pueden desconocer. Por ejemplo, entre 2007 y 2015, el número de estudiantes por personal académico jornada completa equivalente se redujo significativamente en las universidades. Desde ese entonces, esta razón se estancó.
Sin embargo, para potenciar nuestras universidades se requiere reducirla más. Ello ocurrió porque los gastos operacionales por estudiante en el sistema de educación superior han caído en los últimos años. Esto no es bueno. Nuestras dos principales universidades tienen un gasto operacional por estudiante que aún no llega a la mitad del que tiene la Universidad de São Paulo. Con todo, se comparan bien con ella en numerosos rankings internacionales. Las distancias son aún más grandes con el promedio de las universidades de Países Bajos o de Australia.
Poner en riesgo el progreso de estas instituciones y varias otras no debería estar entre los efectos del nuevo sistema de financiamiento estudiantil, en particular, cuando el diseño de los aranceles regulados es tan discutible.
Además, al estar basado en el costo de las carreras no incentiva la contracción o revisión de los programas que agregan poco valor a los estudiantes. Hay evidencia creciente de que esos programas existen y no se concentran en unas pocas instituciones, sino que se distribuyen a lo largo de la gran mayoría de ellas.
Por ello, los aranceles regulados debían estar idealmente relacionados con el valor que los programas añaden a sus estudiantes (Allende y Cox, 2015, y Beyer et al., 2015, sugieren caminos para lograrlo). Mientras tanto, se requiere humildad en el diseño de la nueva política de financiamiento y permitir el copago en los deciles 7 a 9.
Harald Beyer
Escuela de Gobierno UC