Legitimidad democrática

Legitimidad democrática

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La conducta y estrategias empleadas por una parte significativa de la oposición en 2019 sugieren que, al menos en ese momento, no albergaban una valoración profunda de las implicancias del mandato democrático. Ello presenta un problema de primer orden para el funcionamiento de la democracia representativa. De acuerdo con el politólogo español Juan Linz (1987, 38): “un gobierno democrático debería ser considerado como legítimo incluso por aquellos que constituyen su oposición”.

En lo fundamental, la creencia en la legitimidad es la convicción de que, sin perjuicio de los errores, fallas o restricciones, las instituciones políticas que existen son las mejores en comparación con todas las otras alternativas.

Si un partido o bloque político estima que un gobierno electo democráticamente ve caducado su derecho a gobernar “por la vía de los hechos”, se impondría un curso alternativo a la voluntad popular, como dejó por escrito la oposición el 12 de noviembre de 2019.

A modo de ilustración, pensemos en el actual mandatario. El Presidente goza de un mandato democrático legítimo y legal. En el escenario hipotético de que las políticas que implemente sean juzgadas como erradas o mal concebidas, incluso por una mayoría de los ciudadanos, ello no justificaría la cancelación de su mandato. Lo mismo era válido hace cuatro años.

La forma de gobierno presidencial, en particular, lleva aparejado un plazo fijo en el que los ciudadanos manifiestan su preferencia y renuevan (o revocan) el mandato de los gobernantes. El razonamiento anterior también es aplicable al uso que se hizo de las acusaciones constitucionales. Algunos políticos han justificado su empleo argumentando que sería parte de la crítica política, o incluso una herramienta de fiscalización. Ni lo uno ni lo otro. Se trata de un instrumento de ultima ratio, pensado para casos extremos expresamente delimitados.

La deslealtad de las oposiciones induce un juego no cooperativo cuya salida es difícil, pero no imposible. Paradojalmente, el primer paso lo tienen que dar hoy aquellas fuerzas políticas a las que les tocó, siendo gobierno, que su mandato fuera reconocido de manera parcial, o incluso derechamente negado.

Como resulta lógico, si los actuales opositores tienen la expectativa de que, en el caso de recuperar el poder, nuevamente esa creencia en la legitimidad de un eventual gobierno será esquiva o condicionada, sus incentivos para cooperar hoy no son obvios. El problema de dejar guiar sus estrategias y conductas por ese cálculo es que el bloqueo político no se supera y en la siguiente jugada tampoco habrá colaboración. En ese sentido, los dirigentes más dialogantes tienen que evitar la trampa en la que los moderados terminan abdicando, como conceptualizó Arturo Valenzuela respecto del quiebre de la democracia en Chile.

A propósito de graves hechos de violencia racial en la Universidad de Mississippi en 1962, John F. Kennedy señaló en un histórico discurso que “la manera más efectiva de mantener la legalidad no son las policías, los marshals o la guardia nacional. Son ustedes (los ciudadanos a quienes se dirigía). Depende de su coraje para aceptar las leyes con las que no están de acuerdo, de la misma forma que lo hacen con aquellas con las que sí están de acuerdo”.

Probablemente, el expresidente Piñera hizo un razonamiento similar al sopesar alternativas de salida a la grave crisis que vivía el país a fines de 2019, y eso explicaría su decisión.

En perspectiva, esa vuelta larga por la que optó el fallecido mandatario puede contribuir a la legitimidad democrática en nuestro país. Que ello se consagre, sin embargo, requiere que autoridades actuales, y todas las fuerzas políticas, no confundan la crítica política con la deslealtad democrática en el futuro. Y que al final, siempre tengan el coraje de aceptar a un gobierno electo con el que están en desacuerdo. (El Mercurio)

Andrés Dockendorff
Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile