Viajo a Antofagasta a una tertulia sobre libros. «¿Vas a Antofagasta a hablar de libros?», me pregunta un amigo con un dejo de ironía, y me dice a renglón seguido: «Esa ciudad es como la Dubái chilena: desierto, edificios levantados sin dios ni ley en el borde costero, dinero fácil, mineros que no saben en qué gastarse la plata y andan luciendo sus autos último modelo. Esa ciudad tiene el Producto Interno Bruto de Suiza y me parece que ya no hay librerías. No sé si sea el lugar adecuado para hablar de libros», concluye.
Lo escucho con beneficio de inventario. En primer lugar, porque lo que me describe no es muy distinto a lo que ocurre en el resto de nuestro país. Además, desconfío de las caricaturas que puedan hacerse de personas o ciudades y siempre creo que toda ciudad, hasta la más anodina, tiene su secreto. Por algo Raúl Ruiz escogió a Antofagasta como la locación de su última película, «La noche de enfrente». ¿Por qué Ruiz escogió a Antofagasta y no a Valparaíso o Punta Arenas para rodar su nostálgico e irónico testamento fílmico?
Mis contertulios en la conversación que tenemos sobre libros son el «Paco» Rivano, dueño de la mítica librería de San Diego, dramaturgo, narrador de culto, y Óscar Luis Molina, editor de grandes editoriales de habla hispánica que ya son leyenda, traductor prolífico, ensayista. Vienen de dos orígenes muy distintos. Rivano, ex carabinero, es un autodidacta, su escuela ha sido la calle, sus personajes viven en los bajos fondos y hablan en coa, el habla del lumpen y los «choros». Molina es un humanista refinado, lector de Erasmo y Ficino, pensador del siglo XVI del que nadie habla hoy. Defensor apasionado del mundo escrito, Molina afirma que en nuestra cultura en habla castellana, de matriz oral, siempre se ha desconfiado de los libros, estos no forman parte de nuestra cotidianidad, a diferencia de los países de habla inglesa, en que el Estado subvenciona y sostiene a editoriales que tienen quinientos años y que editan miles de libros en un año, algo impensable en estos lares.
Molina tuvo que alejarse de Chile después del golpe militar. Rivano, en cambio, es un provocador políticamente incorrecto, defensor del régimen militar, un escritor de origen popular que se divierte mofándose de los que él llama «cuicos de izquierda». Pero ambos tienen una pasión común a la que han consagrado sus vidas: los libros.
Al escucharlos conversar, en el hotel en que nos alojamos, sobre primeras ediciones, incunables, escritores y libros como si fueran talismanes de un mundo secreto, me los empiezo a imaginar como dos personajes de una película futurista de Ruiz. Esta podría ocurrir en un Chile a mediados del siglo XXI, en el que ya nadie lee libros, las bibliotecas han sido cerradas, las librerías desaparecieron y todos los habitantes de ese país vagan como zombies, autistas hiperconectados a sus adminículos virtuales. Rivano y Óscar Luis Molina se encuentran clandestinamente en Antofagasta -la ciudad perfecta donde nadie pensaría que podrían encontrarse lectores- a intercambiar los últimos libros rescatados del olvido o la quema, en un país lleno de «últimos hombres», esos que alguna vez describió Nietzsche.
Los últimos hombres solo quieren confort, no necesitan hacerse preguntas ni cuestionarse nada, solo exigen estar «entretenidos», para no conectarse con su silencio, aburrimiento o soledad, donde florece la angustia y melancolía, esa enfermedad de escritores y lectores. Rivano y Molina, antaño separados por circunstancias políticas ya remotas, vuelven a reunirse como activistas secretos en un tiempo donde pensar, sentir son consideradas acciones terroristas, criminales. En suma, una especie de «Fahrenheit 451», pero en versión criolla. Y todo esto sucede en Antofagasta, con el imponente desierto encima, y el otro, adentro del alma: el desierto del nihilismo iletrado chileno. Tal vez el más brutal de todos los nihilismos.