La distinción no la hacía con el propósito de, por decirlo así, «degradar» el primer tipo de realidades -el arte, el derecho, la moral, la política-, sino, al contrario, para librarlas de la mera arbitrariedad, de la completa subjetividad, según la cual son los intereses, los deseos, los prejuicios o la fuerza de cada cual lo que prevalece en los juicios que se efectúan en el ámbito de lo opinable. Propuso, al revés, un método -es decir, un camino- que permitiría respecto de esas realidades opinables aproximarse, aunque de un modo provisional, a un conocimiento, si no cierto, al menos verosímil. No me voy a referir a él, porque no viene al caso y es largo y complejo de exponer.
Lo que me interesa subrayar es la inclinación, en que solemos incurrir muy a menudo, por la cual tendemos a olvidar la modestia insoslayable que debe acompañarnos cuando emitimos juicios o deliberamos sobre realidades que pertenecen al ámbito de lo opinable. El núcleo de esa modestia supone tolerar, dentro de un marco muy amplio más o menos objetivo, una alta dosis de incertidumbre. La consideración de que respecto de la calidad de una obra de arte, la rectitud de una sentencia judicial, la conveniencia de una institución jurídico-social cabe una sola respuesta correcta y cierta que es alcanzable a través de un procedimiento necesario no susceptible de error involucra una confusión conceptual -la confusión entre lo apodíctico y lo opinable-, denunciada y corregida hace 2.400 años. Fallar un litigio no es equivalente a resolver un teorema matemático y es una soberbia peligrosa basada en ese error teórico pretender poseer a priori la única respuesta posible. No se le pidan peras al olmo. (El Mercurio)