La semana pasada se hizo explícita la crisis de la coalición gobernante que es, en buena medida, expresión de la crisis del sistema político. Cuando las cosas no andan bien emergen los desacuerdos, se agradan las desconfianzas y se extrema el voluntarismo. Es difícil desconocer que el saldo del primer año del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet es desolador, las noticias políticas se generan en el Ministerio Público, el Parlamento está detenido, la mayoría que el Gobierno tiene en el Congreso está neutralizada en sus divisiones internas y la oposición lucha también por sobrevivir la embestida judicial.
Tal vez un signo de la forma en que ha evolucionado la crisis del financiamiento de la política es que todo comenzó con el caso Penta, como un problema de la UDI y hoy, a pocos meses, el senador Larraín asume como presidente del partido opositor sin ningún cuestionamiento, mientras el senador Pizarro intenta tomar el mando de la DC en medio de críticas internas y externas, que cuestionan su legitimidad.
Aparece como un hecho de la causa que la Presidenta hará un cambio de gabinete, pero lleva largas semanas esperando el resultado de la elección del PS, pues depende de quién tome el control de su partido la forma en que podrá reestructurar su equipo ministerial. Es decir, se ha invertido el orden natural del poder, pues uno esperaría que fuera el cambio de gabinete el que determinara el curso de la disputa interna de su partido y no al revés.
En ese contexto la Presidenta enfrenta lo que ya parece ser el sino de su vida política: asumir el temprano fracaso del diseño de su gobierno. En una suerte de dèja vu vemos como rueda cuesta abajo su equipo político, aunque por razones diferentes que en su administración anterior, todo indica que deberá recurrir a un nuevo ministro del Interior, que haga las veces de jefe de gobierno y que logre darle sentido a una mayoría que, como en la expresión futbolística, creció como nunca y se dividió como siempre.
Entonces, ha emergido de forma imposible de disimular, la disputa entre la “vieja Concertación” y la “Nueva Mayoría”, nostálgica la primera y reformista la segunda; pero ¿qué es realmente lo nuevo y qué es lo viejo en esa disputa? La respuesta a esa pregunta es contra intuitiva, porque es todo lo contrario que la edad de sus representantes.
Nada es más viejo en la política chilena que el proyecto de izquierda a la latinoamericana que encarna la Nueva Mayoría. La retroexcavadora, que terminará con la economía de mercado; la ideologización de jóvenes parlamentarios de estampa contestataria; la deslegitimación del capital y sus rentas, que ahora estigmatizan como “lucro”; la descalificación de la democracia burguesa, que ahora se expresa a través de la asamblea constituyente, reemplazante del Parlamento; y un largo etcétera atestiguan que no hay nada nuevo.
Al contrario, si ha existido algo novedoso en la política chilena, y me atrevo a decir en América Latina, es la emergencia de un proyecto efectivamente socialdemócrata, que intentó reemplazar, con técnicos bien calificados y formados en el mundo desarrollado, a los antiguos dirigentes socialistas de puño en alto y nostalgias revolucionarias.
Pero ese proyecto socialdemócrata no logró imponerse, el que aparecía como su representante natural, Andrés Velasco, fue simbólicamente devorado por un almuerzo cuya cuenta le va a costar muy cara a este país. Su única esperanza está en el ex Presidente Lagos, pero no se percibe un liderazgo nuevo que le de continuidad. Todo indica que los viejos que encarnan lo nuevo serán superados por los jóvenes que enarbolan las viejas ideas.
La Presidenta ha dicho que sólo podrán ser ministros quienes adhieran a su programa. Aquí está el problema de fondo de la izquierda chilena, los que representan el pensamiento renovado, centrista, nunca han sido capaces de romper con el complejo de ilegitimidad que le impone la izquierda latinoamericana. Por eso nunca legitimaron políticamente el modelo de desarrollo, sólo lo aplicaron con un criterio de pragmatismo que hacía viable su coalición; por eso hoy no se atreven a decir que el programa no los representa; por eso no tienen un liderazgo generacionalmente renovado, porque a fuerza de pragmatismo y verdades que se entienden tácitamente entre gente “con experiencia” no se conquista a jóvenes para un proyecto político con mística.
El drama del gobierno es que la Presidenta necesita alguien con experiencia, para que saque adelante sus reformas; pero la experiencia es la que le ha enseñado a la gente que esas reformas conducen a caminos transitados y fracasados. Jóvenes con ideas viejas y viejos con ideas jóvenes, una ecuación que se resolverá, a diferencia de nuestro escudo nacional, a favor de la fuerza y no de la razón.