Es sabido que la salud de una población depende, en primera medida, de determinantes sociales como educación, nutrición y violencia. A pesar de ello, toda la conversación gira en torno a la mejor manera de asegurar y atender a quienes ya están enfermos, y no a estos factores definitorios. En Chile, usando la métrica años perdidos por muerte prematura o discapacidad, se pierden anualmente más de 500 mil años por efecto de la violencia, afectando principalmente al grupo entre 15 y 49 años. Las cifras de homicidio nos acercan rápidamente al umbral considerado para definir un Estado fallido, 10 por 100.000 habitantes, si se extrapolan las cifras de los últimos meses. Respecto al costo directo e indirecto de la violencia, Chile gasta hoy US$ 2.490 per cápita, el 6% del PIB, comparado con US$ 1.069 per cápita, el 5% del PIB, el año 2016. Este gasto es el equivalente a todo el gasto público en salud. Evidentemente, una porción creciente de este gasto es privada, y, por lo tanto, regresivo. A mayor pobreza, menos alarmas, menos carabineros, menos seguridad privada, menos pólizas de seguro, menos autos blindados.
En el indicador mundial de la paz, desarrollado por el Institute for Economic & Peace, nuestro país ha descendido desde la posición 29 a la 59 desde el 2015 a la fecha. Solo entre los dos últimos informes, ha empeorado 5 puntos.
El problema de la violencia no puede abordarse solo desde la perspectiva de tener más camas UTI, más ambulancias o bancos de sangre. Es provocada, siguiendo a Thomas Hobbes, por el retiro progresivo del Estado de su primer deber: garantizar la vida de su población. Hace pocos días, el arzobispo de Santiago, Fernando Chomali, escribía: “Es fundamental que el Estado, en el marco de la ley, ponga atajo a esta ola de violencia cruenta e inmisericorde a la que estamos sometidos. Según la gran mayoría de los chilenos y extranjeros avecindados, es por lejos la primera prioridad en política pública”.
Siguiendo a Hobbes, ¿por qué no es posible un contrato social contra la violencia? Se aduce que consideraciones políticas respecto al uso de la fuerza por el Estado impiden progresar, y lo conocido de la última reunión del Cosena ratifica este inmovilismo. Pero quizás es más simple: nuestros dirigentes todavía no comparten el miedo del ciudadano común. Conocen de los ajustes de cuentas, las balas locas, el rapto extorsivo, el sicariato por los medios (de los que incluso se dice que exageran), o por series de TV pagadas. El riesgo de morir les es lejano, protegidos precisamente por todos los contribuyentes. Es cosa de tiempo. Los indicadores no engañan y el riesgo de derivar en un narco-Estado, tal como otros países, requiere una respuesta efectiva. Como bien dice el arzobispo, es por lejos la primera prioridad en política pública. No somos “la copia feliz del Edén”, y mucho menos “el asilo contra la opresión” a quienes el propio Estado ha comprometido proteger.
Jaime Mañalich