Decir que una discusión tributaria trae a la memoria un poema sinfónico (“El aprendiz de brujo”), compuesto hace más de 100 años y popularizado por una película de Disney (“Fantasía”), puede parecer, cuando menos, curioso. Sin embargo, si se atiende a lo que se ha oído en estos días cuando se ha retomado esa discusión tras la vuelta de vacaciones, queda la sensación que tenemos más de un “aprendiz de brujo” dando vuelta entre nosotros.
De pronto, los tributos parecen estar revestidos de capacidades virtualmente mágicas. Así, ellos no sólo servirían para financiar las actividades más fundamentales que debe desarrollar el Estado (aquellas que justifican que éste exista), sino que, además, permitirían alcanzar objetivos tan variados como superar la pobreza, reducir la desigualdad y proteger el medio ambiente y la salud de las personas. De seguir la lógica de estos aprendices criollos tendríamos que concluir que hemos descubierto la manera de resolver todos los problemas: aumentar los tributos.
Parece importante recordar, entonces, la antigua tradición institucional que se remonta a la Carta Magna y reconoce en la Potestad Tributaria una de las atribuciones del poder público que más control requiere. Y, a partir de ello, sugerir la incorporación de algunos criterios adicionales a la discusión.
Reformar para rebajar tributos. Pareciera que nos hemos acostumbrado a entender que cada vez que se discute el tema tributario el resultado perseguido tiene que ser el aumento de la carga tributaria. De esta manera, todo proceso de reforma se lee como la discusión acerca de una nueva alza. Sin embargo, si queremos devolver a las personas la posibilidad de decidir qué hacen con sus recursos (mal que mal, son ellas quienes los han generado), tenemos que preocuparnos por rebajar tributos.
No castigar el éxito. Un grave contrasentido al que también parecemos estar acostumbrados es que el sistema tributario incluya mecanismos que castigan el éxito. No parece lógico, ni consistente con los discursos en favor del emprendimiento, tan en boga en nuestros días, que las reglas tributarias le digan a las personas que si se esfuerzan y tienen éxito obtendrán como resultado un castigo: la aplicación de una tasa más alta. Si en vez de castigar el éxito, tratamos de premiarlo, tenemos que reemplazar los tributos proporcionales por tributos planos.
No perseguir el patrimonio. Durante la Guerra Fría se decía que era necesario elegir si se pretendía construir un país de propietarios o uno de proletarios. La Guerra Fría terminó (por cierto, con la victoria del capitalismo, aunque algunos no quieran aceptarlo todavía), pero la discusión parece seguir y, lo que es peor, parece que la están ganando los partidarios de la sociedad de proletarios. ¿Cómo entender si no el que se mantengan vigentes, sin discusión, aquellos tributos que están diseñados para afectar directamente la construcción de patrimonio, tales como las contribuciones de bienes raíces, los permisos de circulación, y el impuesto a las donaciones y herencias?
La discusión tributaria puede ser muy compleja, no sólo por los aspectos técnicos involucrados, sino por los incentivos que se generan cuando se entiende que ella se trata de resolver acerca del destino de los recursos de otros (y no de los propios). De ahí que sea tan importante recordar que los tributos nos afectan a todos, no sólo por su impacto económico, sino por cuáles son los principios que se respetan (o no), al momento de configurarlos. (El Líbero)
Germán Concha