El Presidente Gabriel Boric —algo ofuscado, sin duda, por el caso Monsalve y con el propósito de alejarlo— ha ensayado un nuevo concepto que es digno de análisis. Se trata del pesimismo ideológico.
¿Qué puede significar eso? Como la expresión no es del todo clara, no cabe más que ensayar algunas explicaciones.
Lo que el Presidente pudo querer decir, es que los empresarios nacionales, a diferencia de los extranjeros, se niegan a invertir o son cicateros o mezquinos a la hora de hacerlo, debido a una decisión ideológica. De acuerdo con esto, los empresarios, la clase empresarial o el conjunto de ellos, se habrían propuesto hacer fracasar al Gobierno y por eso serían mezquinos y se negarían a invertir. Los empresarios serían de derecha y como el actual Gobierno no lo es, entonces los empresarios habrían decidido expandir el pesimismo, ser agoreros y, en consecuencia, no invertir.
Esa es la primera interpretación de la frase.
Otra interpretación posible es que el Presidente quiso decir que los empresarios cuentan con una visión distorsionada, una ideología de mercado, una ideología neoliberal, que como toda ideología sería una anteojera que les impide ver la realidad tal cual es, y por eso no serían capaces de apreciar las oportunidades existentes, y por eso los invade el pesimismo, creen de veras que las cosas irán de mal en peor y por eso no invierten.
Esa es la segunda interpretación posible.
Se trata de dos versiones muy distintas de las palabras presidenciales, como es obvio. En el caso de la primera, el Presidente estaría afirmando que los empresarios han decidido expandir el pesimismo como arma ideológica, el pesimismo empresarial sería obra de su mala voluntad, de una voluntad política. En el caso de la segunda interpretación, los empresarios no tendrían mala voluntad, sino que sus convicciones sinceras acerca del mercado y la economía los cegaría, les impediría ver que hay oportunidades que los extranjeros, en cambio, sí serían capaces de apreciar.
En suma, para el Presidente Boric, los empresarios o tienen mala voluntad y por eso se niegan a invertir, a pesar de que les convendría hacerlo, o tienen ceguera ideológica, lo que les impide ver las oportunidades que otros ven. En un caso serían malos, puesto que están dispuestos a perder oportunidades para hacer fracasar al Gobierno; en el otro serían ciegos o tontos, porque sus ideas les nublan el juicio objetivo y les impiden ver las oportunidades que hay.
¿Son correctas esas visiones acerca del empresariado?
Por supuesto que no. Los empresarios no son malos (al menos, no en el sentido que el Presidente insinuaría) y tampoco son ciegos o tontos (como para no ver lo que les conviene).
Los empresarios de izquierda y de derecha (puesto que hay de ambos, si bien más de estos últimos) son otra cosa: son egoístas, se detienen ante todo en aquello que maximiza su ganancia o su tasa de bienestar. Por supuesto suelen envolver (asesorados por consultores que son también empresarios) ese propósito en conceptos como responsabilidad social o medioambiental y cosas así; pero todos sabemos que lo hacen para maximizar sus ganancias, incrementar el beneficio medido como la relación entre el coste de su iniciativa y el bienestar resultante una vez que ella se ejecuta. No son, en otras palabras, filántropos, personas dispuestas a sacrificar el bienestar propio para mejorar el ajeno, o si se prefiere, no son gente dispuesta a desprenderse del manto y sentir el viento frío para que otro se abrigue.
¿Hay algo malo en eso? No del todo, porque en esa actitud de los empresarios opera lo que alguna literatura llama heterogonía de los fines: su egoísmo si es exitoso se troca en bienestar ajeno. Es el misterio del capitalismo. Si las cosas fueran al revés, si los empresarios tuvieran alma de filántropos e incursionaran en negocios que saben están destinados al fracaso, o tuvieran una excesiva propensión al riesgo que los hiciera parecerse a un apostador, el resultado socialmente apreciado sería malo y al final del día estos empresarios filántropos dirían, como San Pablo, no hago el bien que quiero y sin embargo hago el mal que no quiero.
En la literatura filosófica (aunque no es probable que el Presidente la haya consultado para emitir su frase) es famoso el argumento pesimista de Schopenhauer, según el cual el éxito no es posible, porque cuando se alcanza conduce, paradójicamente, al aburrimiento. Si el Presidente hubiera querido decir eso (que los empresarios son pesimistas al modo de Schopenhauer) los habría elogiado, porque este tipo de pesimismo conduce al activismo creativo: una forma de huir del aburrimiento es buscar el siguiente desafío, motivo por el cual detrás de todo pesimista en este sentido hay un creador.
Pero no, el Presidente no pudo haber querido decir ninguna de las cosas anteriores. Lo suyo no fue más que una frase, una metáfora, un ensayo de creación literaria en cualquier caso no muy feliz. (El Mercurio)
Carlos Peña