Ya lo advirtió George Orwell en su obra maestra: “1984”. La “policía del pensamiento” muy luego se dedicaría a construir un mundo donde “cada récord ha sido destruido o falsificado, cada libro ha sido reescrito, cada cuadro ha sido repintado, cada estatua, cada edificio ha sido renombrado, cada fecha ha sido alterada”.
Este temor a la erradicación de la verdad por medio de la censura impuesta por la autoridad, por el partido, las mayorías, las minorías iluminadas y la tiranía de la opinión o de lo políticamente correcto, me ha perturbado desde siempre. Se trata del intento por terminar con esa libertad humana esencial de expresar sin miedo el pensamiento, para imponer una visión única y así erradicar el pasado, acabando con el pensamiento crítico y el conflicto intelectual, sin los cuales el conocimiento no puede avanzar.
Hoy vemos que la “policía del pensamiento” viene a ser reemplazada por la “policía de la sensibilidad” con la revelación de que la editorial que publica los cuentos infantiles de Roald Dahl ha decidido someter sus escritos al escrutinio de los llamados “sensitivity readers”. Se trata de lectores que detectan las supuestas transgresiones a las sensibilidades que ellos consideran inaceptables y que, en el caso de los cuentos de Dahl, han introducido más de 100 cambios a la obra original “para proteger” a los niños de las ofensas o de los daños que su lectura pudiera provocarles, eliminando cualquier atisbo que pudiera eventualmente ser interpretado como sexista, racista o cruel respecto de la salud mental o la apariencia física.
Así, ya no se permite usar la palabra “negro”, ni siquiera para describir un sombrero; ponerse “blanco” de asombro debe decir “palidecer”, porque ambas palabras, blanco y negro, en cualquier contexto, revelarían “sesgos inconscientes” y tendrían connotaciones racistas ofensivas; el oficio de una de las heroínas ya no puede ser cajera en un supermercado y debe ser descrita como “científica”. Un cuento sobre brujas debe ir acompañado por la advertencia de que este podría ser potencialmente misógino y por la aclaración de que los hombres también podrían ser brujos. Y además, por supuesto, ciertos caracteres masculinos pasarán a ser de “género neutro”.
En “Matilde”, la obra más famosa de Dahl, a la protagonista ya no se la verá leyendo a Kipling porque este ya ha sido condenado por su pasado “colonial”, y la veremos leyendo a Jane Austen en vez. Pero esta también se ha puesto en entredicho cuando hace pocos días en una universidad británica, en un curso sobre Austen, se introdujo la obligación de advertir a los estudiantes la inconveniencia de que los personajes en sus novelas tomaran té, porque sería un producto asociado al tráfico de esclavos.
Esta censura a Dahl olvida que es consustancial a la literatura imaginar lo inconcebible, cuestionar, provocar, remecer, desafiar, hacernos gozar, pero también ofendernos y sufrir, porque en ese proceso es que desarrollamos la capacidad para entender la naturaleza humana en toda su dimensión.
Siempre tuve lo que una profesora llamó “una objeción temperamental a la censura”. Recuerdo mi estupor cuando algunas madres obligaron a las monjas de mi colegio a corchetear las páginas del libro de biología que se referían a la reproducción; o al saber que a una compañera no la dejaban leer “Martín Fierro”, libro incluido en el currículum escolar, porque hablaba de un hijo ilegítimo.
¿Cómo no temer la futura eventual condena de las óperas de Mozart por supuesta misoginia, la supresión de Otelo o del Mercader de Venecia en Shakespeare por racistas, de Dickens por ridiculizar a Fagen en Oliver Twist, de los poemas de Neruda por su vida personal, y así, ad infinitum, de acuerdo con los nuevos parámetros que una minoría arrogante que se cree depositaria de la sensibilidad y la virtud nos quiere imponer?(El Mercurio)
Lucía Santa Cruz