Ha muerto el escritor alemán Günter Grass y le sobrevivirán sus personajes y sus fantasmas. Sábato acuñó esa feliz expresión: «el escritor y sus fantasmas». Grass, atravesado, como toda su generación, por la vertiginosa y brutal historia de Europa en el siglo XX, era un hombre acosado por muchos fantasmas y monstruos. Monstruos de la razón como los pintados por Goya, su pintor favorito. Los monstruos que salen del fondo del pozo de la historia cuando menos lo esperábamos y que pueden convertir todo en ruina, muerte y culpa. Cuánta culpa ha debido expiar el pueblo alemán durante décadas, muchas de las cuales Grass convirtió en literatura, culpas de las que él mismo no salió indemne. A los 17 años participó en una división militar de élite de las SS arrastrado como muchos jóvenes alemanes por la euforia de una épica manipulada. ¿Se demoró mucho en confesar ese baldón que mancharía su prestigio ético, conquistado por décadas de escritura? Tal vez sí. Claro que Grass solo tenía 17 años. Pero sí le faltó coraje para haber contado su verdad antes, con todos los costos que esto tuviera. Esa coherencia espera uno de un intelectual después de la gran crisis moral del siglo de los holocaustos y gulags.
Pero que nadie tire la primera piedra. Cualquiera de nosotros puede cruzar la delgada frontera que nos separa de la complicidad con crímenes feroces, genocidios, exterminios. Cualquiera de nosotros tiene algo que negar u olvidar.
He conocido a escritores judíos lúcidos y sensibles, que vivieron el horror de los campos de exterminio, negar el sufrimiento del pueblo palestino o a intelectuales comunistas chilenos que sufrieron la persecución o el exilio hacer vista gorda de las violaciones de los derechos humanos en Cuba, y a destacados pensadores de derecha, defensores de la libertad en filosofía, ignorar los excesos de la dictadura militar en Chile. Y donde ha sido más impresentable ese silencio u omisión es en el caso de los que sufrieron alguna vez en carne propia el dolor y el absurdo. Y muchas veces han callado los que debían hablar, los testigos de su tiempo, los que no debían haber callado nunca, porque su vocación y oficio era la palabra. ¿Y no es la palabra un poderoso instrumento de indagación quirúrgica en las heridas y fisuras de nuestro tiempo? A veces esa palabra no basta que sea testimonio, es necesario que se convierta en grito profético o apocalíptico. Ahí están Dostoievski, Solzhenitsyn, Camus, que sacaron la cara por la humanidad en tiempos propicios al silencio y la mentira. No solo es ignominioso el silencio de los intelectuales, también lo es el de los pueblos que prefieren hacer vista gorda y no ver el lado oscuro de sus líderes, porque en alguna parte entregaron su libertad a cambio de pan. El personaje más inolvidable de toda la obra de Grass es Oscar Matzerat, el niño que a los tres años decide dejar de crecer y de hablar y solo se comunica con un tambor de hojalata. Se ha dicho que Oscar Matzerat simboliza al pueblo alemán y su silencio cómplice durante el nazismo. En realidad todos hemos sido o podemos ser -sin darnos cuenta- Oscar Matzerat, niños enmudecidos ante el horror próximo, aunque finalmente estallemos en un grito agudo que pueda romper o quebrar todo lo que nos rodea (espejos, vidrios, relojes, etc.), como en esa escena inolvidable de la novela de Grass que Von Schlöndorff inmortalizó en el cine. Oscar Matzerat ha tocado su tambor de hojalata también en Turquía mientras se exterminaba a los armenios; en Siria, en Irak, en Ucrania, en todos los lugares del planeta donde el silencio hace alianza con el mal. No nos engañemos: el niño del tambor de hojalata no ha crecido ni quiere crecer todavía y aún no escuchamos su grito, el grito que haga salir todo el espanto contenido de nuestro tiempo. Porque si esto ocurriera, tal vez el mundo entero se quebraría en un segundo. Y eso sucede cuando el horror supera a la palabra y ya no queda sino gritar o llorar.(El Mercurio)