Uno posee un cierto desparpajo, es elocuente, y al oírlo no caben dudas que acentúa, deliberadamente, un cierto descuido en la pronunciación, al revés de mucha otra gente que corrige excesivamente su hablar para ocultar así los marcadores socioculturales por los que se revela el origen de cada uno de nosotros. Es frontal, agresivo, tiende a simplificar la opinión de los adversarios y está al servicio de un personaje televisivo que a veces parece esclavizarlo.
Es Francisco Orrego.
El otro posee una larga carrera política, una cierta formación académica, es bien portado y un correcto creyente (soy católico y qué, dijo en una de sus campañas), habla con el leve descuido de quien siente que no necesita acreditar su origen y es amistoso y balsámico, y posee el habitus de la sociabilidad, esa extraña condición adquirida en la comodidad de la mesa o la memoria familiar que permite comportarse con naturalidad y sentirse cómodo y seguro en todas partes.
Es Claudio Orrego.
¿Cuáles son las características de estas figuras que se disputan la Gobernación de Santiago? ¿Qué enseñan acerca de cómo somos? ¿A quién representan?
Una de las variables ocultas de la política es lo que pudiera llamarse la representación. Pero hay dos formas básicas de ella. Una es la representación meramente numérica, como cuando se dice que tal o cual candidato representa al cuarenta por ciento del electorado, queriendo decir con ello que ese número votó por él. La otra es lo que pudiera llamarse una representación pictórica. En este caso, el candidato posee una trayectoria vital, real o supuesta, que se asemeja a la de una gran parte del electorado, el que, entonces, se reconoce en él como en un espejo. Pues bien. Francisco Orrego, si hemos de compararlos, es más representativo que Claudio Orrego en este segundo sentido. Mientras Claudio Orrego, por origen y autoconciencia de clase (no hay forma más obvia que recordar una y otra vez el propio origen que aparentar rechazarlo), está vinculado a los sectores tradicionales y posee una concepción más o menos paternalista del quehacer político al que parece concebir como un servicio a los sectores más débiles o el pago de una hipoteca social que garantiza el privilegio de que dispuso, Francisco Orrego parece, o se esfuerza por parecer, o simula ser, el arquetipo de lo que se ha llamado facho pobre, una persona aspiracional, cuya trayectoria vital es fruto de su propio desempeño, que se siente orgullosa de serlo.
De esa manera (y este es parte del subsuelo de la competencia) se enfrentan dos figuras (por ahora estamos comparando figuras y no fuerzas políticas) que son arquetipo de lo que ha llegado a ser la sociabilidad chilena. Por una parte, los antiguos sectores de origen aristocratizante que se ven a sí mismos como portadores de un deber social que sería el reverso de la situación privilegiada que les ha tocado en suerte, personas que creen pagar una deuda que pesaría sobre ellos (y que al hacerlo subrayan el origen que dicen haber abandonado) y, por la otra, esos otros grupos sociales hasta apenas anteayer proletarios que gracias a la expansión del consumo han accedido a bienes y signos externos de estatus (el automóvil, el primero de ellos) y que, como consecuencia de ello, poseen orgullo por su propia trayectoria, son indóciles a las viejas figuras de autoridad y alérgicos a que se les trate con paternalismo. Y mientras el primero (Claudio) recibe el apoyo del PC, el segundo (Francisco) lo recibe de los republicanos.
Lo más raro de este fenómeno es que los papeles parecen invertidos.
Uno de los Orrego (Claudio) cultiva un tono paternalista, levemente culposo, biempensante y perdonavidas, el mismo que fue tradicional en la derecha tradicional y socialcristiana; en tanto, el otro Orrego (Francisco) parece indócil, cultiva el orgullo por el propio origen real o supuesto, no pretende el buen gusto, ni anda de perdonavidas, como enseña la tradición de la izquierda universalista y de clase en Chile. Y mientras el primero pretende que no hay clases, puesto que, en vez de ellas, según ha dicho, habría los que tienen dolores y los que no, el segundo parece empeñado, con su actitud y por reivindicar para sí el mote de facho pobre, en recordarnos que las clases todavía existen.
Quizá sea uno de los signos de los tiempos que corren, y de lo revueltas que están en Chile las cosas, que el candidato de la izquierda parezca voluntario de un Techo para Chile y el de la derecha, en cambio, el entusiasta integrante de una barra futbolística. (El Mercurio)
Carlos Peña