La condena de Enrique Villanueva, miembro del Frente Manuel Rodríguez, a presidio perpetuo simple por el asesinato de Jaime Guzmán, no debe alegrar a nadie.
No nos alegra a quienes consideramos la vida de Guzmán uno de los mejores ejemplos históricos de servicio a Chile; no nos alegra, simplemente, porque nunca se debe gozar con la condena de un criminal, ya que tanto en el mal que él causó como en su propia pena está presente todo el drama humano. Y nada de eso es para alegrarse.
Pero, al mismo tiempo, hay buenos motivos para agradecer que se comience a hacer justicia.
A estas alturas, Enrique Villanueva parece una persona común, mucho más cercano de aspecto a su víctima que al hombre que el mismo Villanueva era en 1991. El frentista ha sido descubierto, procesado y condenado, pero ¿cuántos otros hay por ahí en la misma condición? Eso es lo más preocupante: el modo en que muchos de los terroristas del FMR han logrado camuflarse e integrarse en la vida cívica. Son los pactos de silencio del PC.
Villanueva ha declarado que «la condena no tiene otra razón ni fundamento más que de culparme por haber sido uno de los dirigentes del FPMR», y ha agregado que él fue «un luchador social, orgulloso de haber compartido en la lucha en contra de la tiranía con cientos de jóvenes, quienes fueron capaces de luchar entregando sus vidas por un Chile mejor».
Luchador, lucha, luchar: esa es la clave de toda esta cuestión, porque el PC asumió hace muchos años el carácter imprescindible de la violencia política, por cierto, mucho antes de septiembre de 1973.
Ya en 1961 afirmaba que «mienten y tergiversan nuestra actitud al afirmar que sostenemos que no es posible la victoria revolucionaria por la violencia; nuestro Partido no ha sostenido nunca esa estupidez, pues tenemos conciencia del papel que la violencia ha jugado siempre en la historia». Y su secretario general, Luis Corvalán, en junio de l969, afirmaba que los comunistas ya «han dejado de hablar de vía pacífica o no pacífica, para plantear este asunto en términos de vía armada o no armada; no es lo más adecuado llamar pacífica a una lucha como la que se realiza en Chile».
Más adelante, en su informe de 1985 al Pleno del PC en la clandestinidad, el secretario general de los comunistas describía la organización armada de su entidad hacia 1973: «Nosotros habíamos creado las Comisiones de Vigilancia del partido, cada una de ellas compuesta por 10 hombres. Observaban una disciplina semi-militar y llegaron a contar con cerca de tres mil miembros en todo el país. Además disponíamos de los grupos chicos, constituidos por cinco personas cada uno, de una edad compatible con el manejo de las armas y para desempeñarse como buenos combatientes dado el caso. El número de grupos chicos era de 200″. Unos 4 mil hombres en total, por lo tanto.
Han sido muchos años de promoción descarada de la violencia en Chile y han sido miles los guerrilleros amparados por los comunistas. ¿Cuántos están hoy enquistados en el Estado, en las universidades, en el partido y en el Parlamento? ¿Entregará el PC las listas?
Uno de ellos ha declarado haber conocido y validado un intento de asesinato del Presidente Pinochet que terminó con cinco homicidios. ¿En qué congreso del mundo un individuo que reconociese tamaña brutalidad podría permanecer siquiera un minuto sentado en su escaño? ¿No debiera inhabilitarse a una persona que se ufana de haber participado en un acto criminal?
En cualquier democracia, sí; en la que el PC tiene cautiva en Chile, no.
Y un dato más. El ministro en visita que había condenado a Villanueva a 5 años de presidio, con el beneficio de la libertad vigilada, es Mario Carroza, el mismo que lleva el caso Quemados.