El proceso electoral actual tiene enormes riesgos y grandes pasivos. Si ya reinaban dudas sobre qué tan capaces serían los políticos más experimentados de guiar al país en los tumultuosos años que se vienen, la poca experiencia que proyectan los candidatos que compiten para suceder al agónico gobierno de Sebastián Piñera multiplica las sospechas de que la crisis de gobernabilidad en la que se encuentra Chile desde el estallido social no llegará a su fin en marzo de 2022.
El primer gran pasivo del proceso es la reducida cantidad de militantes partidistas en el elenco de candidatos. En este ciclo electoral, producto de la percepción dominante —y no del todo errada— que los partidos son responsables de la crisis, los principales candidatos presidenciales son independientes o personas que han militado en varios partidos. Salvo Yasna Provoste, ninguno milita en alguno de los partidos históricos en Chile. Como los partidos son a la democracia lo mismo que el sistema de alcantarillado a las urbes —pueden oler mal y ser sucios, pero sin ellos la democracia funciona mucho peor—, el debilitamiento de los partidos políticos nos va a terminar pasando la cuenta. Por eso, los electores no deberían sentirse ni felices ni satisfechos con la ausencia de candidaturas partidistas en la contienda presidencial.
En sistemas de partidos institucionalizados y estables, los candidatos normalmente se benefician de la reputación que históricamente han construido estos organismos. Porque el horizonte temporal de los partidos es superior al de cualquiera de sus miembros, la marca partidista da una garantía de estabilidad. Es cierto que la gente pone atención a los atributos personales de los candidatos, pero cuando los candidatos militan en partidos, los votantes inconscientemente les asignan valores y reputación incluso antes de conocer sus historias personales. Cuando los candidatos son independientes que nunca han militado o políticos o que han militado en varios partidos, es más difícil asignar atributos respecto a los valores y principios de esos candidatos. En las campañas, los independientes tienen más libertad para tratar de construir su propia figura pública, pero sus rivales también tienen más oportunidades de destruir esas figuras. Por eso, cuando hay demasiados independientes en una elección hay mayor volatilidad en las preferencias de los electores y más personas que cambian su intención de voto durante la campaña o que se deciden solo al final.
Un segundo pasivo es que el proceso electoral coincide con el proceso constituyente. Cuando el próximo Presidente asuma, en marzo de 2022, la Convención Constitucional todavía tendrá varios meses para terminar de redactar la Constitución. Si a la Constituyente no le gusta el nombre del elegido, podrá fácilmente limitar las atribuciones del Ejecutivo, darle más poderes al Legislativo o a los gobiernos regionales e, incluso, proponer la realización de nuevas elecciones presidenciales cuando entre en vigencia la nueva Constitución. Después de todo, si vamos a construir nueva institucionalidad, tiene sentido que escojamos nuevos líderes con esas nuevas reglas. La amenaza de que la Constituyente quiera intervenir en el proceso hará que la campaña este año tenga dos audiencias, el electorado y la Constituyente. No basta con ganar el voto popular, también hay que ganarse el apoyo —o al menos la aceptación— de una mayoría de los 155 miembros de la Convención. De poco sirve ganar la elección si después la Constituyente redacta una constitución que convierte al presidente en una figura decorativa.
Un tercer pasivo tiene que ver con las temáticas que se abordarán en la campaña. Como los candidatos presidenciales terminarán compitiendo con la Convención Constitucional sobre quién hace las propuestas más audaces en derechos sociales garantizados, experimentaremos una inflación de promesas que inducirá a los candidatos a excederse en los compromisos que adquieran. Por eso, mientras más se demore la votación por el cuarto retiro de las AFP, más presión habrá sobre los candidatos presidenciales para relativizar su rechazo a esa reconocidamente mala política pública. En tanto la Convención Constitucional considere remplazar al sistema de AFP con un sistema público, se hará cuesta arriba para los candidatos presidenciales evitar sumarse a esta carrera por quién hace las promesas de campaña más descabelladas.
Cuando quedan menos de tres meses para la primera vuelta de la elección presidencial, la campaña presenta altos niveles de incertidumbre. Las encuestas, que ya están bajo justificados cuestionamientos, reportan un porcentaje alto de indecisos. Por el Covid y porque los candidatos independientes siempre tienen apoyos menos estables, la elección aparece como muy abierta. Las reglas tampoco están bien definidas. Ni siquiera hay claridad sobre si habrá voto voluntario u obligatorio.
Pero lo que sí parece claro es que, independientemente de quien sea el próximo presidente, no pareciera haber luz al final del túnel para la crisis de gobernabilidad por la que atraviesa Chile. (El Líbero)
Patricio Navia