Mal de altura

Mal de altura

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En cierto modo, que la Convención Constitucional sea heterogénea es algo bueno, porque abre espacios a quienes no estaban en el sistema político. Sin embargo, al ver la euforia de algunos convencionales en estos días, he recordado una historia que se atribuye al “Cholo” Sotil, uno de los mejores delanteros que ha tenido Latinoamérica. Según el relato, encandilado por su éxito en el Barcelona y sus cuantiosos ingresos, Sotil encendía los cigarrillos quemando dólares. El resultado, previsible, habría sido la pobreza posterior.

La leyenda es falsa, pero la embriaguez de algunos constituyentes que pasaron desde “los territorios” o las organizaciones sociales a ocupar un asiento en el Palacio Pereira es muy real. De un día para otro, ellos, los independientes, los contrarios a la política tradicional, se encontraron con el poder y se marearon, con mal de altura. Al hacerlo, corren el riesgo de quemar la Constitución a la que deberían dar vida.

Para colmo, fiel a sus promesas, el Partido Comunista ya ha empezado con su proyecto de “rodear” la asamblea, en un típico ejemplo de cómo concibe el diálogo político y su desprecio de aquello que Habermas llama una deliberación “libre de dominio”. Su actitud muestra que su compromiso con la democracia es puramente instrumental.

En su éxtasis, nuestros innovadores han imaginado que son los depositarios del poder constituyente originario. Se trata de un error bastante primario: si así fuera, no sería necesario un plebiscito de salida, que solo tiene sentido si el soberano o constituyente último no son ellos, sino que el pueblo de Chile.

La verdad es que su cometido es menos romántico de lo que piensan. Los convencionales son simples mandatarios nuestros, que tienen una misión muy específica: redactar un proyecto de nueva Constitución dentro de un plazo muy determinado, para presentarlo al país. La ciudadanía verá si lo aprueba.

El espectáculo que han presentado varios de ellos en estos días nos muestra, con todo, algunas cosas interesantes, y no todas son malas. De partida, sorprende que aún antes de ponerse a trabajar ya estén diciendo algunos que los plazos son muy cortos. Como los alumnos flojos, quieren aplazar el momento de la entrega. Parece que los espíritus puros que venían a renovar nuestra vida democrática han adquirido los peores vicios de la vieja política en un tiempo muy breve.

Antiguamente, cuando los cardenales se demoraban demasiado en elegir a un papa, los ponían a pan y agua. Con ese incentivo la iluminación les llegaba muy rápido. Algo semejante deberíamos hacer con nuestros convencionales.

Los excesos han tenido, con todo, un efecto positivo. Hasta ahora, muchos poníamos nuestras esperanzas en la centroizquierda y su disposición a detener los desaguisados mayores. Sin embargo, los acontecimientos han llevado a que dentro de las propias filas frenteamplistas haya surgido una nostalgia por la sensatez.

La razón es muy simple. Para cualquier jurista o político, la idea de ser el padre de la nueva Constitución no solo corresponde a su sentido patrio, sino que constituye un notable estímulo para su autoestima. A todo el mundo le gustaría estar en la situación de John Adams, Thomas Jefferson o Mariano Egaña, que pudieron decir con orgullo a sus nietos: “Esta Constitución la hice yo”.

Con todo, sabemos que la historia latinoamericana ha estado plagada de constituciones mediocres y efímeras. No basta con querer enterrar para siempre “la Constitución de Pinochet” y poner sobre su tumba un árbol frondoso, bajo cuya sombra protectora se desenvuelva el nuevo Chile. ¿De qué sirve redactar una Constitución que pasará sin pena ni gloria? Nadie quiere que quemen su Constitución, como si fueran los dólares del “Cholo” en esa historia. Por eso, dentro del Frente Amplio hay buenas razones para impulsar la moderación.

En otras palabras: las declaraciones destempladas, los actos de matonaje y la intransigencia de algunos convencionales que recién despiertan a la vida pública no solo constituyen un problema para mí, sino también para esos potenciales padres de la nueva Constitución. Puede que las extravagancias hayan sido solo formas de marcar su territorio; a partir de hoy, es absurdo pensar que se gana pateando el tablero. Asimismo, hay un buen número de convencionales desconocidos y potencialmente sensatos.

Además, existe un fantasma que quizá se halle lejos, pero es real. Hasta ahora, la idea de rechazar el proyecto que nos propongan ha estado recluida en los círculos de la derecha más dura. Ahora bien, si los convencionales se ponen fantasiosos, si ceden a las presiones externas y nos presentan un esperpento, entonces puede crecer el número de quienes decidan rechazar ese proyecto, particularmente en un escenario de voto obligatorio, que no favorece a los extremistas, sino que da protagonismo al ciudadano medio.

Sería curioso que, por obra de la ebriedad constitucional de los sectores más radicales, se desechara esa nueva Constitución y volviera la Constitución de la transición en gloria y majestad.

Ese fantasma no me gusta. Como es el único camino elegido para canalizar la crisis, me interesa muy de veras que este proceso tenga éxito. Primera vez que mis anhelos coinciden con los de parte del Frente Amplio, y confieso que esa convergencia me da una gran tranquilidad. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

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