Me viene a la mente un viejo western, cuyo nombre no recuerdo. Hay un pueblo que está atemorizado por unos matones. En eso llega un pistolero de pasado muy oscuro y costumbres poco ejemplares, pero que impone el orden. La gente respira aliviada y le pide que se quede, aunque sabe que su defensor no encarna muy bien sus valores. El desconocido sabe que no es parte de esa sociedad de ciudadanos sanos, trabajadores y honrados, y se va. Para millones de norteamericanos, Trump desempeña esa función, solo que se ha quedado.
El mundo progresista se horroriza ante esta victoria de Trump, y no logra darse cuenta de que Donald John Trump es un producto suyo, la necesaria consecuencia de sus desvaríos. Ese mundo pensó que podía dedicarse a demoler los bienes más fundamentales de la vida social: la intangibilidad de la vida humana, la centralidad de la familia y la religión, la noción de autoridad, la libertad académica, la idea de mérito, el valor de la nación y el papel de la tradición en la identidad de los pueblos, y que esa era una batalla ganada porque nunca habría una reacción. Se equivocaron.
El proyecto de Kamala Harris representaba la quintaesencia de la nueva izquierda y su divorcio de la clase trabajadora. Da la impresión de que los sesudos debates de intelectuales progresistas sobre género e inmigración definitivamente no conectaron con los norteamericanos de a pie. No se sintieron conmovidos por esa izquierda boutique, preocupada de la política identitaria y de lo que, supuestamente, el proletariado debería pensar si fuera inteligente.
Harris, por ejemplo, se dio el lujo de decir que, como el aborto es un derecho humano, hay que exigir a los hospitales católicos que practiquen abortos. ¿Es que no necesitaba esos votos de los creyentes convencidos? Para ella, su cruzada progresista era más importante que ganar a ese porcentaje de indecisos que podían inclinar la elección en uno u otro sentido.
Ciertamente, Trump no fue ningún ejemplo de coherencia, en esta y otras materias, pero estaba empeñado en ganar todas las adhesiones que pudiera. El suyo era un comportamiento político, el de Harris parecía inspirado por una suerte de fe fundamentalista.
En esta actitud la acompañó buena parte de los medios más poderosos, como el New York Times y CNN. ¿Ha hecho esa intelectualidad de izquierda un esfuerzo mínimo para entender qué mueve al votante de Trump? Ni allá, ni en Europa ni en Chile parecen tener otras categorías de análisis que no sean suponer la estupidez o el egoísmo de 73.305.677 de norteamericanos. ¿Será así? Ya que no lo hicieron hace ocho años, ¿no habrá llegado el momento de que la izquierda revise sus categorías intelectuales?
El modelo de Kamala Harris, representado en Chile por Bachelet II y el FA/PC, es un mal ejemplo para la izquierda sensata y no estaría mal que ahora que está tan maltrecho ella comenzara a cuestionárselo. Al menos ya no hay razones que la obliguen a presentarse ante él con el complejo de inferioridad que la ha afectado al menos desde hace una década.
La derrota de Harris tiene mucho que enseñarle a la izquierda. Le entrega una oportunidad única: abandonar el despotismo ilustrado, que la ha llevado en la última década a pensar que ella sabe mejor que la gente lo que la gente quiere.
Por otra parte, el triunfo de Trump produce alivio en la derecha, pero en ningún caso debería transformarse en su modelo. El candidato republicano hizo bien al conectarse con los intereses y temores de las personas corrientes, que son muy legítimos y válidos, también para Chile. No es egoísmo estar asustado ante las balaceras, el auge de la delincuencia o experimentar inquietud ante una economía que se niega a crecer.
Sin embargo, no hay que imitar las estridencias de Trump, ni mucho menos su lenguaje agresivo. Tampoco su ética, que parece centrada en la necesidad de triunfar y que divide al mundo en ganadores y perdedores. La retórica de Trump divide; la de la izquierda, so capa de inclusión, produce el mismo efecto: “como hay que ser inclusivo y ustedes no lo son, eso los transforma en enemigos de la humanidad”. Ambos moralizan la política y atribuyen las discrepancias a la maldad de los otros. Con esto se corrompe la esfera pública y desaparece la lógica política.
La derecha podrá aprender lo que haya de bueno en el éxito de los republicanos; sin embargo, en Chile parece urgente que cultive la amistad cívica, el respeto, el sentido del bien común y la palabra mesurada. Si no lo hace, podrá llegar al poder, pero reinará sobre un yermo.
Precisamente ahora, cuando el Gobierno está débil, es necesario mostrar una clara voluntad de llegar a acuerdos y destrabar algunas cuestiones que son fundamentales para el país. Más allá de sus fallas, a veces graves, Boric y muchos de sus ministros tienen una genuina preocupación por Chile. El año que queda por delante no puede ser un tiempo perdido, sino que hay que sacar adelante al menos algunas iniciativas (niñez, pensiones, seguridad, por ejemplo).
Finalmente, ¿no habrá una relación entre el desprestigio de los políticos y su incapacidad de llegar a acuerdos? Si así fuera, entonces el camino que llevará a que izquierda y derecha recuperen la aprobación ciudadana no está lejos. Pero para esto, ni el modelo de Trump ni el de Harris les sirven de nada. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro