Desde que reconociera que no podría cumplir con sus principales promesas de campaña, el gobierno de Michelle Bachelet se ha esmerado fútilmente en cuadrar el círculo. Porque resulta vergonzoso reconocer que la Nueva Mayoría se constituyó sobre la promesa de un programa irrealizable y porque la excusa de que las circunstancias adversas imposibilitan cumplir el programa es inverosímil, La Moneda se ha quedado sin forma de salir del hoyo en el que voluntariamente se metió. A menos que Bachelet reconozca que se excedió en sus promesas como candidata o que haga un mea culpa por alimentar expectativas después de asumir el poder en 2014, se seguirá profundizando el problema de credibilidad que Bachelet se autogeneró cuando comenzó el escándalo Caval.
Todos los candidatos prometen mucho más de lo que podrán cumplir en caso de ser electos. Desde el retorno de la democracia, los chilenos se han acostumbrado a escuchar promesas excesivas realizadas por candidatos que se esfuerzan por convencer a los votantes. Mientras más competitiva la campaña, más destempladas las promesas. Pero en la campaña de 2013, nunca estuvo en duda quién ganaría. Bachelet corrió con ventaja desde el día que aterrizó en Chile y anunció su candidatura. De ahí que resultara especialmente incomprensible que Bachelet realizara promesas más ambiciosas que las que ella misma hizo en la campaña de 2005 —cuando el resultado de la elección era incierto— y que las que hicieron otros candidatos presidenciales en contiendas anteriores. Bachelet no necesitaba prometer educación superior universal gratuita para ganar. Bachelet prometió educación gratuita —una nueva Constitución, reforma laboral, reforma electoral, elección directa de intendentes, reforma de pensiones, AFP estatal y tantas otras cosas— porque estaba convencida de que podía cumplir sus promesas.
Las advertencias que hicieron los diversos candidatos que ella enfrentó —desde su ex ministro de Hacienda Andrés Velasco en la campaña de primarias— hasta sus rivales en la campaña presidencial, advirtiendo que los números no cuadraban y que Bachelet debía dar más detalles sobre cómo impulsaría la nueva Constitución, entre otras advertencias, debieron haber llevado a Bachelet a morigerar sus promesas. Pero Bachelet en cambió optó por apretar el acelerador. Bachelet insistió en que ella realizaría reformas, y no reformitas (como sus predecesores). La ex Presidenta declaró que ella iba a cortar el queque ante las divisiones en su coalición. Sabiendo que ganaría independientemente de las promesas que hiciera, Bachelet alimentó expectativas más allá de lo razonable durante la campaña de 2013.
Muchos técnicos de su coalición —y no pocos de los aliados políticos que ahora advierten que no se podrán cumplir las promesas— guardaron un silencio cómplice cuando Bachelet repetía, teniendo la victoria en el bolsillo, que en su gobierno se haría una reforma tributaria que permitiera la gratuidad universal. Esos mismos políticos de la NM que hoy hablan de sincerar la realidad y reconocer que muchas promesas son incumplibles, convirtieron al Programa de Gobierno de Bachelet en una especie de tablas de la ley que representaban el pacto fundacional de la Nueva Mayoría. Ellos hicieron del programa algo mucho más importante que una hoja de ruta que será modificada a medida que se enfrenten las inevitables vicisitudes del camino.
Después de haber ganado, contraviniendo toda lógica política —y toda responsabilidad de gobierno— Bachelet siguió alimentando expectativas respecto a los compromisos que había adquirido como candidata. Precisamente cuando correspondía poner paños fríos y comenzar a bajar las expectativas, Bachelet optó por doblar la apuesta y empujar las reformas fundacionales con más fuerza.
Los primeros meses de gobierno fueron una borrachera de promesas de reformas fundacionales y profundas que no se condecían con la realidad de un país que ha hecho las cosas bien y que solo necesita ajustes —importantes pero sin refundación— para alcanzar el desarrollo más inclusive y sostenible.
Ahora que el “realismo sin renuncia” ha sincerado la realidad, la decepción en las filas fundacionales es evidente. Pero aquellos que celebran que el gobierno finalmente haya vuelto a sus cabales, no debiesen respirar demasiado tranquilos. En sus primeros 16 meses, el gobierno vivió en una profunda disonancia entre lo que quería hacer, lo que realmente podía hacer y lo que el país necesitaba. Hasta ahora, el único reconocimiento que ha hecho La Moneda es sobre lo que puede hacer. Peromientras la Presidenta no reconcilie su discurso de lo que ella cree que Chile necesita con lo que la evidencia muestra sobre lo que Chile realmente necesita, las decisiones que tome el gobierno y las señales que de La Moneda para seguir avanzando serán, si no manotazos de ahogado, al menos señales claras de confusión de un gobierno que, en su realismo sin renuncia, sigue con un diagnóstico equivocado sobre lo que no funciona bien en Chile hoy.