En Chile, la capacitación está al debe. Un trabajador se capacita 34 horas al año, lo que en términos de presupuesto implica una inversión promedio de $248.762 anuales por persona, de los cuales cerca del 28% corresponde a recursos financiados vía franquicia Sence. Bastante lejos de las 47,6 horas y US$ 1.075 observados en Estados Unidos en 2017.
Pero el problema de la capacitación no tiene solo que ver con las horas y montos. En cuanto a la calidad, las brechas son significativas. Los programas de capacitación en las empresas entregan pocas herramientas para mejorar el desempeño en el trabajo, no desarrollan competencias para mejorar stock de habilidades en las compañías y capacidades en los trabajadores, carecen de sistematicidad y son inequitativos en cuanto a los grupos que la reciben. Por último, los cursos de capacitación muchas veces responden a esfuerzos aislados ligados a la ejecución presupuestaria de un área determinada. La pregunta entonces es para qué estamos capacitando realmente.
Diferentes actores en el debate público han relevado la importancia de la capacitación para fortalecer el capital humano del país, componente clave de nuestra caída productividad. Y no solo por su impacto en los niveles de producción que generamos por hora, sino también por el rol que la capacitación puede cumplir en enfrentar otras problemáticas que nos pesan, como la desigualdad social o la grotesca inequidad en la distribución de ingresos.
En conjunto con la reforma al Sence, el mundo privado debe dimensionar la importancia de la capacitación para incrementar los niveles de productividad y de desarrollo humano, y sopesar el rol que juegan y deben jugar como organizaciones en el progreso del país. Mientras las empresas sigan vinculando la capacitación al mero cumplimiento de presupuesto, ese progreso seguirá esperando. Y nuestro desarrollo como país, también. (El Mercurio)
María Eugenia Pedraza