El descenso de la tasa de natalidad en Chile es la consecuencia predecible de los avances en el desarrollo. Sin embargo, en nuestro país es más agudo, incluso, que en algunos países de alto desarrollo. Las consecuencias económicas y sociales de esto son múltiples. Sin embargo yo quisiera ahondar —sin el ánimo de convencer a nadie, sino solo de dejar testimonio del cambio cultural radical experimentado por mi generación en el transcurso de nuestras vidas— respecto de un tema relevante, cual es el significado de la maternidad en la identidad femenina.
En efecto, cuando la población de un país envejece se produce un cambio radical en la fuerza laboral, escasea la mano de obra calificada, disminuye la productividad, porque menos personas contribuyen a generar riqueza y el crecimiento económico decae. Esto, en un contexto en que la inteligencia artificial y la automatización podrían llevar a la pérdida de empleos en algunas industrias, introduce nuevos temores respecto al porcentaje de la población no activa que debe ser mantenida por los que trabajan cada vez en menor número. Los sistemas de seguridad social se ven afectados negativamente, pues una proporción mayor de jubilados, además con expectativas de vida cada vez más altas, dependerán de una fuerza laboral más pequeña; y los servicios de salud sufrirán la presión adicional de una mayor demanda por parte de una población que, por vieja, es más vulnerable. Del mismo modo, menos contribuyentes deberán asumir el costo de los múltiples y crecientes servicios sociales que la población exige. Todo lo anterior, probablemente, en un ambiente de mayor aislamiento y soledad de muchos.
Ahora bien, es evidente que una de las causas principales de esta tendencia es el cambio profundo en los roles de hombres y mujeres en el mundo contemporáneo, las nuevas exigencias que ello impone y las expectativas que despierta. No me detendré en las ventajas evidentes que esto ha traído consigo en múltiples dimensiones (y de las cuales me he beneficiado para mi gran bien), para tratar de arrojar algunas luces sobre una pregunta esencial: ¿qué significa y qué consecuencias trae consigo, en términos de nuestra cultura, valores, mentalidades y en la forma en que nos relacionamos unos con otros, el hecho de que tantas mujeres jóvenes no quieran tener hijos y a lo más tengan 1,3 hijos en promedio?
Para quienes nacimos cuando era impensable el “yo me lo merezco” o el “yo me lo debo a mí misma”, pues estaba grabado en piedra que primero se le debía a Dios, a la familia y al país; cuando la idea de servicio y la postergación de los deseos personales en aras de un bien superior no era anatema ni sinónimo de servilismo, la maternidad y el cuidado de los hijos no eran simplemente “una imposición arbitraria de la sociedad patriarcal” que intenta que los “costos de la mantención de la especie corran injustamente por cuenta de la mujer”, sino que era el misterio más mágico y situaba a la mujer en el plano de la mayor realización humana, superior a cualquier otro logro concebible. La procreación, si bien ligada al sacrificio, era aquello que permitía crear un vínculo indisoluble irrepetible, el desarrollo del amor incondicional, la paciencia y la empatía. En suma, permitía la mejor versión de nosotras mismas.
La verdad es que todo aquello me sigue pareciendo mejor como principio orientador que la simple búsqueda de la felicidad como valor supremo, del placer inmediato y la maximización del beneficio personal, que tantas veces lleva a despreciar todo aquello que requiere esfuerzos de largo plazo y sacrificio personal. Pero, claro, esta nostalgia no resuelve el dilema esencial de cómo podemos asegurarnos de que las mujeres logremos realizar nuestras aspiraciones profesionales y de autonomía económica, pero sin sacrificar ese don milagroso de la maternidad. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz