Hace unos días, Manfred Svensson expresó aquí que los chilenos, sin saberlo, compartimos consensos implícitos que constituyen nuestra identidad. También aquí, J. J. Brunner sostuvo que los chilenos no estamos de acuerdo en interpretar casi ningún evento desde 1970, salvo por la valoración transversal de los “treinta años”. Ambas visiones son coincidentes y su aparente contradicción es interesante.
Los chilenos coincidimos en que el consenso de los treinta años es valioso (Brunner), pero nuestros líderes explicitaron dicha coincidencia solo tras vivir el octubrismo refundacional y dos procesos constitucionales fallidos. Nos dieron una narrativa que valora el orden público, el monopolio estatal del uso de la fuerza, el crecimiento económico y la “política de los acuerdos” muy tardíamente. Existía ya una identidad nacional forjada en consensos (Svensson), pero ella fue silente, “implícita”, y desgraciadamente pasó inadvertida.
¿Por qué ocurrió esto? Tras el retorno a la democracia, nuestros liderazgos no explicitaron de manera oportuna la existencia de los consensos en que ellos mismos habitaban (mercado y democracia de los acuerdos con respeto por los derechos humanos). Con ello, privaron a los chilenos de narrativas ciudadanas renovadas, que trascendieran la polarización trasnochada de la Guerra Fría. Lealtades mal entendidas respecto del pasado histórico nos mantuvieron aferrados a esquemas que no reflejaron adecuadamente la identidad del nuevo Chile. Y, más gravemente, ello permitió a los discursos radicales avanzar en su descrédito del acuerdo político y en la legitimación de la violencia. Recuérdese que el eslogan del estallido fue “no son treinta pesos, sino treinta años…”.
En este sentido, uno de los problemas que han impedido a Chile avanzar hacia la toma de conciencia sobre el consenso nacional descansa en la tendencia a acallar cualquier reflexión matizada sobre los antecedentes del golpe de 1973. Esta actitud del liderazgo político, que pudo ser comprensible en 1990, ha probado ser sumamente dañina en el largo plazo. Proscribir del debate la lección histórica que enseña que validar la violencia política es un antecedente del quiebre democrático es grave. No permite identificar a quienes han despreciado al consenso por décadas. Reconocerlo no implica ni remotamente justificar lo ocurrido con posterioridad, y es indispensable para evitar que se repita.
Ignorar la responsabilidad de quienes validaron la violencia previo al quiebre de 1973 impide hoy advertir las coincidencias entre las diversas fuerzas democráticas, y explicitarlas; obstaculiza la construcción de narrativas ciudadanas representativas; potencia el fortalecimiento de los extremos, e impide que el conflicto social se canalice institucionalmente. El octubrismo es prueba de aquello. Sin él, el polémico video de las juventudes republicanas no es siquiera concebible. (El Mercurio)
Fernanda García