Para mejor comprenderlo es preciso tener muy claro que constituye un hecho cultural antes que racial. Surgió en el instante en que conquistadores y nativos se miraron a los ojos. No importa con qué temperamento cruzaron esas miradas iniciales. Los primeros necesitaban acomodarse a la tierra y sus productos para sostenerse en estos lugares; los segundos, para sobreponerse a la superioridad de los recién llegados. El resultado es que hoy ingerimos a diario, y con deleite, consomé, charquicán, cochayuyo y carmenere.
El principal enemigo de esta realidad son las ideologías étnicas, que parecen tan políticamente correctas. Estas se han originado en regiones que desconocen completamente esta compleja realidad. En los Estados Unidos no se lo toleró, por lo que poco se dio en su vertiente puramente biológica: el que no vivía según el modo yanqui era rechazado sin más, hasta el día de hoy, a pesar de haber sumado poblaciones de todo el planeta.
También estas ideologías apuntan a negar e impedir el mestizaje, pues tal cosa sería un delito contra los derechos étnicos. Ellas nos están llevando a un mundo de seres o grupos aislados que solo pueden vincularse contractualmente (o pactadamente), lo que nos deja en manos del que dirige el pandero (el Hermano Mayor).
Nada más opuesto, ni nada más ofensivo para con nuestra realidad profunda que dichas ideas. Nada más anticristiano y, para usar un término de moda, lo menos inclusivo que puede haber. Los pretendidos derechos étnicos son un insulto a nuestra configuración espiritual íntima. Hoy, después de tantos siglos, todos reunidos en cuanto mestizos, ya formamos una raza pura, aunque con variaciones. Otra dentro del planeta.
Por este motivo, una meta como la quimera del desarrollo (en su acepción cultural, y no solo económica), tanto capitalista como socialista, es vana. Esta es una meta cultural e ideológica propia de esos otros mundos. Por haber tratado siempre de ser como los europeos, nos desconocemos, renegamos y somos como extraños frente a nosotros. Debemos comenzar por desprendernos de los mitos que nos enajenan, como paso primero para reconocernos y descubrir la ruta hacia el futuro.
Por haber tratado siempre de ser como los europeos, nos desconocemos, renegamos y somos como extraños frente a nosotros.