Hace unos días me vino a ver un periodista europeo que ha estado siguiendo a Chile desde el retorno a la democracia. Le encargaron una crónica sobre el primer año de Bachelet, y su propósito era preguntarme cómo yo «veía la cosa».
Respondí a sus inquietudes con la mejor buena letra. Pero como ocurre casi siempre con este tipo de encuentros, creo que fui yo el que más se benefició del intercambio. Provistas de esa envidiable capacidad de separar la paja del trigo que tienen los analistas avezados que miran las cosas desde una perspectiva comparada y de larga duración, sus preguntas y opiniones, para mí resultaron una suerte de revelación acerca del significado del año que viene de concluir.
«Desde 1990 que no se habían planteado tantos cambios y tan profundos en tan poco tiempo».
Cuando mi interlocutor pronunció la frase, la reacción primera -en parte por dignidad- fue resistirla. Pero de inmediato me hizo la lista: reforma tributaria, agenda energética, binominal, economía de la educación, antiterrorismo, pacto de unión civil, más proyectos en curso como el laboral y el financiamiento político.
La lista me hizo cavilar. Mirados en su conjunto, los cambios son de verdad impresionantes, y quizás se nos escapan, pues los árboles no nos dejan ver el bosque. Al verme que dudaba, lanzó un nuevo dardo. «Si dejamos de lado a Aylwin, nunca un gobierno había sacado adelante una agenda tan ambiciosa con tan pocos estropicios».
Su segunda afirmación me produjo aun más repulsión que la primera. «Veo que no has mirado las encuestas, donde la adhesión al Gobierno ha caído como piano», le retruqué, con la sensación de que retomaba el control de la conversación. «¿Y qué?», me respondió. «No veo en Chile ninguno de los síntomas que son propios de procesos de cambios mal hechos: no hay una polarización de la sociedad, no hay ingobernabilidad, no hay crisis económica, y por sobre todo, no hay una oposición fortalecida y embravecida. El Gobierno tiene menos adhesión, es cierto, pero no menos poder».
Otra vez tuve que tomar un sorbo de humildad y consentir que daba en el blanco. Con el afán de retomar protagonismo, anoté que nunca la derecha política había estado ante una crisis tan profunda. «Esto es mérito del Gobierno», dijo mi interlocutor. Ahora sí que no pude ocultar mi cara de asombro. Al verlo, arremetió con todo. «Obvio; las investigaciones judiciales que han revelado los perversos nexos entre dinero y política no se habrían producido sin el ambiente cultural e institucional propiciado por este gobierno».
Me pareció que nuevamente daba en el clavo. Recordé la famosa frase de Charle Nicolle: «El azar solo favorece a quien sabe cortejarlo». Cuando ya estaba clamando por un respiro, mi amigo periodista lanzó la que, creo, fue la frase de la noche: «Nunca había visto una tal transferencia de poder en tan poco tiempo y de un modo tan civilizado». Esto me puso definitivamente nervioso -mal que mal soy de una generación que se quemó las manos jugando con esto del poder-; y en un tono que reconozco levemente agresivo le pregunté a qué exactamente se refería. Me respondió con una mirada fría y algo despectiva.
«Pero si es cosa de observar: las reformas tributaria y educacional transfieren poder desde el mundo privado al Estado; el fin del binominal y del financiamiento empresarial a la política traspasa poder desde las minorías a las mayorías; y la reforma laboral lo traspasa desde el capital al trabajo».
La conversación derivó luego a tópicos más banales. Pero ya no pude concentrarme. Mi cabeza daba vueltas en torno a lo que me había revelado el amigo extranjero: que nos guste o no, bajo nuestros pies ha surgido otro país, ante el cual no queda mucho más que adaptarse. (El Mercurio)