Con el advenimiento de la democracia, uno de los caminos utilizados para palear el severo déficit económico y social por el cual atravesaba nuestro país, fue justamente establecer una alianza entre el Estado y el sector privado, que permitiera multiplicar en varias veces los efectos de la política pública. Fue así, que en áreas como infraestructura, salud, educación o ciertos servicios básicos, en menos de dos décadas comenzaron a plasmarse resultados extraordinariamente alentadores.
Sólo a modo de ejemplo, entre el año 1990 y el 2010: la pobreza se redujo de 40% al 15% de la población; las matrículas a la educación superior pasaron de 20% al 52% de las personas potencialmente habilitadas; los 20 muertos de cada mil niños nacidos, se redujeron a 9; se dio cobertura casi total de agua potable, luz eléctrica y así, suma y sigue. Todo coronado con un crecimiento promedio del 5,5%, lo que finalmente generó que, corregido por paridad de compra, el ingreso per cápita de los chilenos pasará de 5 a 20 mil dólares (superando hoy los 26 mil).
Pero a mediados de esta década, esa alianza comenzó a crujir, al punto que hoy podríamos decir que prácticamente se quebró. Fue así que sucedió con la educación, siguió la salud, pasando por la infraestructura vial y de equipamiento, las concesiones para explotar nuestros recursos naturales, o el suministro de servicios básicos esenciales, como son el agua, la luz y ahora las telecomunicaciones. Y aunque las razones son varias, lo justo es decir que mientras lo urgente era resolver la cobertura y dar velocidad a la política social, menos atención se dispuso en la calidad de los servicios, la justa retribución por los mismos, o las responsabilidades y formas en que éstos debían ser suministrados.
Lo ocurrido con Essal en la ciudad de Osorno, es nada menos que una tragedia, lo que más allá de las responsabilidades específicas, también evidencia los problemas estructurales de nuestro sistema de concesiones. Esas bases sobre las cuales fundamos esta alianza público privada, que estuvieron bien para los desafíos de ayer, pero que resultan insuficientes para justificarla hoy, y menos para darle continuidad mañana, deben ser revisadas a la luz de los principios de necesidad, eficiencia y legitimidad.
Sí, legitimidad. Porque más allá de los innegables beneficios del pasado, lo que muchos clientes, usuarios y ciudadanos perciben hoy, es que ellos ya no son la razón que justifique este acuerdo; sino que la sobrevivencia del mismo y de sus actuales condiciones -pese a los continuos yerros privados y públicos en éste y otros casos- sigue anclado en la inercia de aquellos diagnósticos y fórmulas diseñadas para un Chile que ya no es. (La Tercera)
Jorge Navarrete