Por si alguien no lo sabe, Downton Abbey es la serie más exitosa en la historia de la TV británica. Ella muestra la vida de una familia aristocrática, los Crawley, que ocupan el primer y segundo piso de un imponente y costoso castillo en las inmediaciones de Yorkshire, y de su ejército de sirvientes, que operan desde los subterráneos. El eje de la historia es el desplome de las relaciones y jerarquías sobre los que reposaba el orden tradicional con la llegada de lo que podríamos llamar el mundo moderno, que la serie ilustra magníficamente con eventos tales como el hundimiento del «Titanic», la Primera Guerra Mundial, la influenza española, el voto femenino, el surgimiento del independentismo irlandés, el ascenso en 1923 de los laboristas al gobierno, o las protestas emancipatorias en la India.
En una ocasión en que el Conde de Grantham se encuentra sulfurado por un genuino drama familiar, su hija mayor, Lady Mary, se le acerca y le dice «no es eso lo que te tiene fuera de tus casillas, papá; es que tu mundo se está cayendo a pedazos, y no puedes evitarlo ni logras comprender el que está surgiendo en su reemplazo».
Pero no es el Conde, ni su madre, Violet, ni los restantes integrantes de la familia Crawley, quienes más sufren con el cambio de época. Es Mr. Carson, el mayordomo jefe. Es él, en efecto, quien se ha echado sobre sus espaldas la responsabilidad de mantener la tradición. Para lo cual está resuelto a enfrentar los ímpetus liberales no solamente del personal que tiene a su cargo, cada vez más soliviantado, sino de los propios miembros de la familia, cada vez más propensos a dejarse llevar por los nuevos aires igualitarios y democráticos.
«Honor servil»: así le llama Tocqueville, cuyas reflexiones sobre las relaciones entre el servidor y el maître, se dice, fueron importante fuente de inspiración de la serie.
«No era raro encontrar en los pueblos aristocráticos» personas que «se han hecho una especie de gloria, de virtud y de honradez de sirvientes, y conciben, si puedo expresarme así, un cierto honor servil». El servidor que acaba «por desprenderse de sí mismo» y que «se transporta enteramente en su señor, creándose así una personalidad imaginaria. Se adorna con las riquezas de su señor, hace alarde de su gloria, se envanece con su nobleza y se alimenta sin cesar con su esplendor prestado. Hay algo de conmovedor y de ridículo a la vez en tan extraña confusión de existencias».
Los eventos que han sacudido el mundo de las empresas y la política en Chile tienen todos algo de eso que tan bien describiera Tocqueville, y que a su juicio son comunes «en los países donde reina la desigualdad permanente de condiciones». Me refiero al protagonismo de personajes que llegaron a identificarse a tal punto «con la persona del amo, que llegan a ser al fin su accesorio, tanto a sus propios ojos como a los de aquél», pero que en un momento se rebelaron contra esa «extraña confusión de existencias» y develaron los secretos que ellos mismos habían cuidado más puntillosamente que sus propios amos. ¿Por qué lo hicieron? Nos gustaría creer que fue por eso que Tocqueville observara en las democracias: el paso desde «la noción aristocrática de la sujeción» a la noción «democrática de la obediencia», donde el señor no exige a sus «servidores sino la fiel y rigurosa ejecución del contrato y no les piden respetos ni reclaman su amor, ni sus sacrificios…». La realidad, sin embargo, es más prosaica: la motivación fue las más de las veces el resentimiento, aunque el efecto es el mismo: una «obediencia que pierde su moralidad a los ojos de aquel que obedece».
Por esto, cuando me preguntan «¿qué está pasando en Chile?», doy sistemáticamente la misma respuesta: vea Downton Abbey.