¿Nada nuevo bajo el sol?

¿Nada nuevo bajo el sol?

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Vivir bajo un Estado de Derecho y del imperio de la ley es relativamente nuevo, y uno de los más grandes avances del proceso civilizatorio. No es algo que pueda darse por descontado, pues es frágil, precario y siempre vulnerable. Requiere no solo de buenas instituciones y actores políticos virtuosos: precisa, por sobre todo, valores y una cultura ampliamente compartidos que tenga como eje angular el rechazo generalizado a la legitimidad de la violencia como método para dirimir las controversias.

Por desgracia, en el Chile de los últimos meses el Estado de Derecho y la posibilidad de hacer respetar la ley se han, al menos, resquebrajado peligrosamente, y los estudios de opinión muestran una descomposición de la cultura democrática y una adhesión, o en el mejor de los casos indiferencia, al uso de la violencia. Y la historia nos muestra que cuando ello sucede las consecuencias son impredecibles, pues todo pasa a estar en el horizonte de lo posible.

Algunos creen que avanzamos rápidamente hacia Venezuela. Yo no (ahora bien, ningún venezolano pensó tampoco hace unos años que la situación actual sería su destino). Pero sigo esperando que aquí se imponga la cordura, aunque hay poca evidencia que sustente la esperanza: continúa la supremacía de la destrucción y la incapacidad para mantener el orden público; la guerra de guerrillas en el Congreso, con su secuela de acusaciones constitucionales sin fundamento, y los intentos denodados por desestabilizar al gobierno democráticamente elegido.

El desenlace predecible no es la dictadura del socialismo del siglo XXI, pero tampoco el futuro promisorio de prosperidad y justicia que un día soñamos; temo, más bien, un retorno a ese esquivo desarrollo que siempre ha terminado como un espejismo inalcanzable y significa sumir a muchos en una vida de miseria y en la imposibilidad de desarrollar sus talentos y su potencial. Parafraseando el tan mentado discurso de Mac Iver de 1900, temo que la holgura nuevamente se troque en estrechez, “la energía por la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones”.

Debemos recordar que hubo un tiempo en que la economía chilena, en comparación con las de otros países, era prometedora. En 1950 tenía un ingreso superior al de España y tres veces el de Corea del Sur, y hoy, por cierto, ambos países superan con creces nuestro nivel de desarrollo.

Del mismo modo, es posible afirmar que el camino al subdesarrollo de Chile en el siglo XX estuvo pavimentado de buenas intenciones. A partir de los años 20 se crearon fuertes mecanismos de intervención estatal para intentar resolver los problemas sociales. Entre 1920 y 1930 el gasto social como porcentaje del PIB aumentó de 0,96% a 2,14%; entre 1935 y 1955 el gasto del sector público se duplicó, y hacia 1955 representaba el 15% del producto, en comparación con el 5% en la década del treinta. Entre 1920 y 1970 el gasto social por persona creció casi 5 veces, mientras el producto lo hacía solo 2 veces. Así, el gasto social creció más rápido que el crecimiento económico, situando a Chile como el país latinoamericano con el porcentaje más alto de su producto destinado a gasto social. Ello, en general, fue el resultado de la presión de fuertes organizaciones sociales que llevó a la creación de una maraña de múltiples legislaciones que entregaban derechos y privilegios destinados a favorecer a determinados grupos por sobre otros. Y como resultado de eso, entre otros, la inflación acumulada en Chile fue varios miles de veces mayor que la de EE.UU.

El problema es que, a pesar de los esfuerzos, a comienzos de 1970 más del 40% vivía marginado en la pobreza y Chile ocupaba uno de los últimos lugares en relación a otros países latinoamericanos en ciertas áreas de bienestar social, como mortalidad infantil o años de escolaridad.

¿Será que no hay nada nuevo bajo el sol? (El Mercurio)

Lucía Santa Cruz

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