Nicanor Parra, la conciencia de su tiempo

Nicanor Parra, la conciencia de su tiempo

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“Voy vuelvo” decía sobre el ataúd en la Catedral. Era el último guiño de Nicanor Parra. Triste, la gente lo despidió con genuino cariño, bajo el sol abrasador. Su poesía había calado hondo en el alma de Chile, como su hermana Violeta, cuyas canciones se entonaban en el templo. Todos allí sabíamos que no iba a volver; enterrábamos 100 años de poesía chilena y universal, un siglo de historia literaria única e irrepetible. Lo conocí hace décadas en la Universidad de Concepción, cuando era un joven parlamentario y Parra llegaba invitado por profesores y alumnos que lo seguían y estudiaban con devoción. Pronto comprendí que sus admiradores principales estaban fuera de las aulas del campus universitario: era la gente de la región y, en especial, los habitantes de la entonces provincia de Ñuble. San Carlos y San Fabián de Alico se disputaban el origen de la familia Parra.

Me impactó su desplante, elocuencia y su talante hecho de inteligencia e ironía socarrona, como quien ha descubierto dimensiones desconocidas de la vida. Entonces, junto a varios colegas diputados, nos propusimos que el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle le hiciera un reconocimiento especial, lo que ocurrió en una ceremonia en La Moneda. Luego organizamos su candidatura al Premio Nobel dos años consecutivos. Su candidatura fue patrocinada por las Universidades de Chile y Concepción. A poco andar nos tropezamos con grandes dificultades: si bien Parra era conocido y apreciado en círculos universitarios de los EE.UU., sus obras completas aún no habían sido publicadas, ni traducidas al francés y al sueco. Sus libros no se encontraban con facilidad en las librerías en Chile. Parra nos dejaba hacer, pero en el fondo era bien escéptico de obtener el galardón. Nosotros seguíamos adelante con entusiasmo, sabiendo que la sola postulación al Nobel tenía un mérito en sí misma. Volvimos a editar “Hojas de Parra” en la editorial Cesoc y se multiplicaron los eventos en que se rendía homenaje al poeta, todos colmados de jóvenes entusiastas, que encontraban en la antipoesía una sensibilidad afín con su desconcierto frente a una época iconoclasta. Era la voz de la posmodernidad, sin siquiera proponérselo. Si Huidobro había sido el poeta del intelecto, Mistral de los grandes sentimientos, lúcidos y trágicos, y Neruda del amor y del gran relato emancipador animado de ardiente paciencia, Parra había vuelto la poesía a la vida simple y compleja de todos los días con un lenguaje oral. Era un innovador nato, con referencias clásicas notables, como Shakespeare.

Luego vino el reconocimiento universal de Parra. Ignacio Echevarría logró la publicación de todas sus obras, sus artefactos fueron expuestos en muchos países y obtuvo el Premio Cervantes. El poeta dejó su casa de La Reina y se trasladó a Las Cruces, consciente tal vez de que sería su residencia definitiva. Pasaron los años como “una tormenta de arena blanca” y el poeta fue creciendo en la conciencia de los chilenos y en la literatura universal.

Terminado el responso en la Catedral, viendo la fila de gente que se agolpaba para rendirle un último homenaje, pensé que si bien no había obtenido el Nobel, Nicanor Parra se iba con el cariño del pueblo. ¿Qué mejor despedida podía tener? (La Tercera)

José Antonio Viera-Gallo

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