Los últimos 35 años de nuestra historia en materia de desarrollo económico y social son comparables a un auto que anduvo en quinta por un buen rato y luego fue bajando hasta llegar a primera. Hoy se encuentra con riesgo de que se le apague el motor.
Argumentos numéricos sobran para explicar cómo el Chile que construimos hasta antes de la pandemia es diametralmente distinto al del año 1985. Tanto los indicadores económicos como sociales lo reflejan. Mientras el año 90 casi el 70% de la población vivía en condiciones de pobreza, previo a la pandemia esa cifra se redujo por debajo del 9%. La desigualdad también se ha venido reduciendo y antes de la aparición del covid-19 estábamos en el rango medio en las medidas de desigualdad, en relación con los demás países de la región. Ello a pesar de la recurrente y falsa frase que Chile es más desigual ahora que hace 30 años, o que estamos entre los países más desiguales de la región y del mundo. Así, un breve resumen.
Entonces, ¿cómo se explica la situación en la cual estamos? Si bien son diversos los factores que confluyen, me quiero detener en dos. En la evolución de la economía y oportunidades de empleo y en la confianza en las instituciones y en el modelo de desarrollo económico y social que hemos seguido. Más que reiterar los avances de los últimos 30 años, se debe mirar lo sucedido estos últimos 12.
Entre 1990 y 2008 la economía creció en promedio cerca de un 6%. Andaba en quinta. Pero no obstante ello, a quienes les tocó conducir el país durante ese período, si bien miraban con recelo este auto que estaban conduciendo, se daban cuenta que les servía, ya que generaba prosperidad y oportunidades para la sociedad en su conjunto. Con recelo y desconfianza, era mejor seguir conduciéndolo, no obstante, sus permanentes críticas a él. Durante todo ese tiempo, a pesar del discurso político, siempre contrario al modelo de desarrollo económico implementado en el pasado, en la práctica se mantuvo. Funcionaba bien. La economía andaba como un vehículo en quinta y los beneficios económicos y sociales eran evidentes.
Pero durante el camino, paulatinamente se fue aumentando, como resultado de diversas reformas, el peso a este auto que se estaba conduciendo, sin preocuparse de avanzar en otras que pudieran al menos alivianar esta mayor carga. Mientras se agregaba cada vez un mayor peso al desarrollo del sector privado, no se abordaron otras reformas relevantes, como lo es la modernización del Estado, tan necesaria para acompañar el desarrollo del sector privado, pero también para hacer frente a las nuevas y mayores demandas de una sociedad que mayoritariamente dejó de ser pobre y que ahora, con mayor y menor grado de precariedad, formaban nuestra clase media.
A partir del año 2008, nuestra economía comenzó a bajar de velocidad, bajando de quinta a cuarta, tercera… y así en lo sucesivo. En algún lugar del camino se perdió la disciplina fiscal, la capacidad de crecer y con ello la capacidad de generar empleo. Para aquellos que habían estado conduciendo el país con desconfianza en el sistema económico asumido, pero nunca adoptado, decidieron que era el momento de cambiar de auto. Sólo les sirvió mientras andaba en quinta y se desechó cuando comenzó a bajar de velocidad. Lo que se requería era implementar reformas que permitieran retomar el dinamismo del pasado. Así llegamos a que entre los años 2014 y 2018 solo llegamos a crecer algo sobre un 2%, el peor resultado de los últimos 35 años.
Así llegamos, hace un año, al 25 de octubre, donde la frustrada expectativa por una mejor calidad de vida y la vulnerabilidad de esta clase media que hace pocas décadas salió de la pobreza y que ahora se vio enfrentada al temor de perder lo conseguido, salió a las calles. Ello además en un contexto de fuerte desconfianza en las instituciones y en el sector privado, como también por un discurso que exacerbaba la desconfianza entre los distintos actores de la sociedad.
Llegamos hoy a este 25 de octubre en una situación aún más sombría. La economía y el empleo se encuentran en el peor momento de las últimas décadas, con la esperanza de volver a los niveles prepandemia recién en dos años más y con una desconfianza en las instituciones y en nuestros políticos sin dar señales de recomponerse.
Si ello fue lo que nos llevó a este plebiscito que hoy estamos viviendo, no es de extrañar que muchos quieran cambiar el auto, ya que difícilmente pueden distinguir entre problemas del vehículo propiamente tal, o el exceso de peso que se ha puesto sobre él. Para aquellos que nunca creyeron en el auto que les tocó conducir, cuando este comenzó a bajar la velocidad decidieron desahuciarlo. El problema ahora es que no solo estamos frente a la disyuntiva de cambiar el auto, sino también frente a la posibilidad de romper la carretera que hemos pavimentado. (El Mercurio)
Bettina Horst