No hay patria sin héroes

No hay patria sin héroes

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Se culpó al covid, que estaba causando estragos en las clases populares; a la ola populista, que hace caso omiso de las leyes de la economía; a la ilegitimidad de la Constitución, que borró el costo de transgredirla; a las elecciones, que estaban ad portas y exigían ganar votos; a una oposición inclemente, que quería hacer caer al Gobierno; a una coalición moribunda, que sucumbió a la implosión interna. Por los motivos que fuera, en dieciocho meses el Congreso autorizó, tinterillada mediante, cuatro retiros de los fondos de pensiones. Pues bien, en los días pasados la Cámara votó el quinto. Con una pandemia que amaina, una inflación al alza, un empleo que aumenta, pobres sin fondos que retirar, diputados recién electos, un gobierno de izquierdas en marcha blanca, una nueva Constitución en ciernes. No valió de nada. A pesar del ruego del Presidente y sus ministros, diputadas y diputados, de izquierda y derecha, insistieron con un retiro que si no pasó fue únicamente por azar.

Seguro vendrá un sexto y otras iniciativas del mismo estilo. Quien creyó que la izquierda y las ínfulas de la juventud podían detener la hemorragia pecó de iluso. La legitimidad de saltarse la fila, de pasar por la berma, de emplear la trampa y la violencia; en fin, de privilegiar el interés propio al margen de los daños sobre terceros y los costos futuros, se expande como mancha de aceite.

Los ejemplos están a la vista: evasión y elusión tributaria; corrupción en órganos del Estado; escándalos de colusión; multiplicación de tomas de terrenos, a veces para segunda vivienda; uso de la violencia y el terrorismo para recuperar derechos ancestrales; sicarios contratados para resolver disputas comerciales; vendedores ambulantes que defienden a palos veredas que asumen como propias; carpas instaladas en parques y plazas; guerras a balazos entre bandas delictivas; agresión al personal de salud para saltar listas de espera; gritos y pedradas al Presidente de la República. Los retiros son parte de la misma lista: es más; son su santificación institucional.

La sociedad democrática es un artefacto delicado. Ella descansa en principios tan poco plausibles como la postergación de fines propios a favor de fines compartidos, la renuncia al uso de la fuerza, la sujeción a normas y leyes, y el respeto a las instituciones y autoridades que las hacen cumplir coercitivamente. Todo esto exige renuncias y autocontrol, como indica Peter Sloterdijk; implica saber escuchar antes de juzgar, saber esperar el turno sin sentirse humillado por la espera, saber aceptar la fuerza para contener la violencia. Pero son precios que estamos dispuestos a pagar por los beneficios que la vida democrática trae consigo, partiendo por la paz.

No es el propósito ser alarmistas, pero estamos ante una grave fatiga de nuestra convivencia democrática. La Convención se ideó, justamente, como respuesta a ello. Por lo mismo, se le encargó actualizar y vitalizar un horizonte compartido, con reglas e instituciones creadas y aceptadas por todos. Más allá del tenor literal de lo que proponga, se pensó, su mero funcionamiento repondrá el valor del respeto, la demora, el compromiso y la vida en común.

Los primeros días, con la señora Valladares, la paridad y el protagonismo de los pueblos originarios, dieron motivos para el optimismo. Pero desde entonces se han acumulado conductas (shows, cancelaciones, funas, campañas del terror, conductas de rebaño) que la muestran como la expresión exacerbada del espíritu de confrontación y división que ella tenía como mandato superar, lo cual acentúa la ya extendida desobediencia hacia la normatividad democrática.

Si gana el rechazo no es el fin del mundo, pero es ciertamente el fracaso de la Convención. Esto no será por una cláusula más o menos; será porque traicionó la esperanza de verla como una instancia de sanación y comunión.

Queda poco tiempo, pero aún es posible que cumpla su misión más sagrada. Va a depender de si hay convencionales, de todos los sectores, disponibles a inmolarse por ello. No hay patria sin héroes. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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