Cuando en 2019 las encuestan preguntaban a los chilenos qué sentían después del 18 de octubre, en el momento en que las estaciones de metro todavía humeaban, los supermercados habían sido saqueados y una multitud de pequeños negocios habían debido cerrar sus puertas, la respuesta de una parte importante de la población era: “esperanza”.
Hoy nadie dirá lo mismo ante el asesinato de una pareja de agricultores en Graneros y la multiplicación de los crímenes en la ciudad y ahora en el campo. Sentimos pena, rabia, frustración, impotencia, decepción. Ya ni siquiera tenemos la confianza de poder llamar a un número de teléfono a pedir socorro porque alguien quiere matarnos. Cualquier intento de auxilio probablemente llegará tarde. Sólo nos queda preguntarnos cuándo nos tocará a nosotros y confiar en que los delincuentes se limiten a robarnos. Pero no, sabemos que no les basta quedarse con el fruto de nuestro trabajo. Querrán golpearnos, humillarnos. Se trata, como dice el Código Penal, de “añadir la ignominia a los efectos propios del delito”.
Este es tiempo de llorar. El nuestro es un problema de seguridad, por supuesto, pero también uno de carácter filosófico. En Chile estamos cosechando las consecuencias de una deficiente filosofía social, con todo lo que esto implica. Veamos algunos ejemplos.
Primero. Cuando se trata de sancionar a los representantes de la fuerza pública, se repite como un mantra que no son comparables el caso de la violencia ejercida por un agente estatal y aquella acción delictual que lleva a cabo un privado. La primera, se dice, sería mucho más grave, porque conlleva un abuso de la confianza pública. Quien goza de cierta autoridad tiene más deberes que el resto.
El argumento parece perfecto, pero como todos los razonamientos que se hacen con brocha gorda, omite algunas distinciones importantes.
Si algunos policías, con total premeditación, se conciertan para cometer un delito, eso ciertamente es mucho más grave que si somos nosotros quienes decidimos robar un banco o torturar a alguien. Sin embargo, lo normal no son esos casos, sino aquellos donde un carabinero emplea más fuerza de la necesaria para repeler una agresión ilícita. Las situaciones no son comparables, pero no porque el delincuente esté en una mejor posición, sino todo lo contrario.
Es muy fácil para un tribunal decir en su sentencia condenatoria que un carabinero disparó donde no debía, cuando en realidad llevaba cinco horas enfrentando a una turba y era atacado con bombas molotov.
El policía puede infringir la ley porque se ha excedido en el desarrollo de una actividad lícita. En cambio, quien le tira piedras, lo agrede con un fierro o le lanza una molotov está situado por completo fuera de la legalidad. ¿Cómo podemos asimilar ambos casos? ¿Qué señal le damos a las fuerzas de orden cuando razonamos así? ¿Qué consecuencias tiene a largo plazo la difusión de esa mentalidad?
Segundo. Tardamos tres años en contar con una ley de protección de la infraestructura crítica. Algunos razonamientos que la cuestionaban eran absurdos: dado que la vida humana vale más que cualquier estación del metro o torre de alta tensión entonces había que limitar los poderes de las Fuerzas Armadas en este campo. Por supuesto que la vida humana vale mucho más, pero quien quiera quemar el metro o un gaseoducto debe saber que, si no obedece a las advertencias, se le disparará. Y esto es perfectamente compatible con el hecho de que sostengamos el valor incondicionado de la vida humana inocente.
Todas estas ideas son bastante elementales. La tradición filosófica de Occidente entrega las herramientas conceptuales que permiten resolver este tipo de problemas. Sin embargo, en Chile esto no se entiende. ¿Por qué?
Hay algo que nubla nuestra mente e impide ver ciertas cosas básicas y tomar las decisiones que requiere el país. Me refiero, por supuesto al fantasma de Punta Peuco.
En el Chile de las últimas décadas casi ninguna autoridad ha querido o podido cumplir plenamente con su deber porque sabe lo que le espera. “Héroe por un día, preso toda la vida”, dicen los militares desafiando el lenguaje políticamente correcto. Como no existe una claridad conceptual que permita distinguir entre las actividades delictivas, los excesos en que se incurre al realizar una conducta que en principio es lícita y las conductas que un uniformado puede e incluso debe llevar a cabo entonces lo más seguro es que no hagamos nada, dado que uno no sabe con qué teoría resolverán los jueces. Mejor no hacer mucho y así se mantiene lejos el fantasma de Punta Peuco.
Tercero. Con la mejor intención, cada gobierno le agrega nuevas funciones y funcionarios al aparato estatal. En Chile, el Estado es educador, médico, banquero, mecenas, minero, cartero, portuario, ferrocarrilero, constructor de buques, terrateniente, petrolero, triguero, periodista, controlador de juegos, fabricante de armas, acuñador de moneda y científico, entre otras cosas. ¿En qué momento y con qué recursos puede dedicarse a su tarea mínima, que es protegernos?
Por razones muy comprensibles hemos llegado a una situación de la que sólo podemos salir si reemplazamos esas malas filosofías por una que pueda legitimar la acción estatal en defensa de los ciudadanos y priorizar las tareas más básicas del Estado. Si no lo hacemos, no podemos quejarnos. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro