No solo balas locas

No solo balas locas

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La muerte de un niño de cinco años por —según la versión oficial— una “bala loca” dentro de un ajuste de cuentas de esas bandas criminales que hoy tienen amedrentado al país, debiera no solo conmovernos, sino transformar esa conmoción en indignación nacional. Que una sociedad se espante, se conmueva, se rebele ante la violencia es una buena señal de una sociedad que todavía tiene capacidad de reacción y de asombro. La violencia cuyo origen es el narco aún no se ha normalizado en Chile. Al revés de los que piensan que los culpables del miedo que hoy se ha instalado en nuestro país son los medios de comunicación (el Presidente, en una declaración muy desafortunada, así lo manifestó hace poco), en realidad es la experiencia cotidiana de millones de chilenos —y principalmente los más vulnerables— la que explica ese miedo que hoy recorre el país y amenaza con paralizarnos.

Se insiste en que, en comparación con el resto de América Latina, todavía no somos un país tan violento y que estamos más bien ante una sensación subjetiva colectiva que a datos duros. A mí me parece que esa sobrerreacción de nuestro sistema inmune —por así decirlo— al virus de la violencia es la que puede todavía salvarnos. Una sociedad sana es la que se espanta ante los secuestros, las ejecuciones en plena calle y ahora la muerte violenta de un niño de cinco años en su propia casa. Ojalá ese espanto, esa indignación se transformaran en una movilización de la sociedad civil para exigirle al Estado que despliegue el monopolio del ejercicio legítimo de la fuerza, es decir, que sea Estado a plenitud, no a medias. Hay países de nuestro continente que han terminado siendo Estados fallidos. Lo fue la Colombia en tiempos de Pablo Escobar. O El Salvador, que nos muestra que una consecuencia posible de un Estado fallido es la emergencia de un liderazgo populista y autoritario (Bukele) con el apoyo de una población desesperada y desesperanzada.

Este gobierno partió con una ministra del Interior arrancando de los balazos en Temucuicui; hoy barrios, regiones enteras, se están convirtiendo en muchos Temucuicui. Una parte de la izquierda más radical —de donde viene el Presidente— parece recién darse cuenta de que la necesidad de seguridad y orden público no son consignas de la derecha, sino que nace de un clamor popular. Justamente es para esos sectores populares a los que esa izquierda quiere representar que la seguridad es algo de vida o muerte. Los complejos de esa izquierda con el orden y la seguridad no tienen hoy justificación alguna, ni política ni moral. Y la responsabilidad de esa izquierda que se entusiasmó con la dimensión insurreccional de octubre de 2019, con la destrucción y vandalización del espacio público, es enorme. Una parte importante de la anomia y el retroceso en el orden público y debilitamiento de la autoridad que vivimos hoy tiene mucho que ver con la ambigüedad con la que esa misma izquierda enfrentó la violencia y hasta la validó. Por eso, no debemos perder la capacidad de asombro y rechazo ante ella, porque la normalización tiene efectos tan devastadores como la violencia misma.

Los niños de Chile están en peligro hoy en los barrios populares. En peligro de ser alcanzados por una bala loca o en peligro de terminar siendo soldados de bandas criminales que reclutan jóvenes todos los días: los índices de deserción escolar debieran alertarnos sobre aquello. Que la muerte de este niño de Padre Hurtado no sea en vano y que acreciente en nosotros todo nuestro estupor e indignación. Estamos ante lo que Dostoievski llamó el peor sufrimiento de todos, “el sufrimiento inútil”, el sufrimiento de los inocentes. Si ese sufrimiento nos remece y moviliza, todavía hay esperanza. Porque no hay balas locas: hay países locos: esos son los que terminan mirando para el lado cuando un disparo mata ante nuestros propios ojos a nuestro prójimo. Cuando la violencia deja de dolernos e indignarnos. (El Mercurio)

Cristián Warnken