Sin embargo, el artículo permite también abrir el debate sobre otras situaciones que requieren tratarse con urgencia. Se menciona, por ejemplo, el problema de la segregación de la población penal. Efectivamente, personas primerizas conviven con otras de alta peligrosidad, muchas de las cuales integran nuevas estructuras del crimen organizado, tan poderosas en las calles como dentro de las cárceles. Estas organizaciones someten a la población privada de libertad más vulnerable, extorsionándolas a ellas o a sus familias a cambio de “protección” o acceso a condiciones de vida que el Estado no puede garantizar adecuadamente dentro de los recintos penitenciarios.
Hoy, más que nunca, con evidencias cada vez más frecuentes, la segregación debe considerar que el compromiso delictual de una persona no solo se mide por sus delitos y conductas, sino también por otros parámetros. Una persona privada de libertad mal segmentada se ve enfrentada al poder de la estructura criminal organizada operando dentro de las cárceles. Esto, hoy, ya forma parte de nuestros problemas.
La reflexión a que estamos llamados es clara. ¿Podemos hablar de reinserción si ni siquiera somos capaces de asegurar la vida de las personas que el Estado toma bajo su custodia? ¿Podemos hablar de derechos de las personas si ocultamos el error que implica la confianza en que la cárcel es de por sí una solución a la delincuencia?
También queremos llamar la atención sobre otro tema que no está aún en el debate público y que tiene una alta incidencia, no solo en la seguridad, sino en el respeto a la dignidad que merece toda persona, aunque haya infringido la ley. La pregunta sobre la dignidad, en el centro de toda reflexión sobre el Estado, exige tomar en consideración aspectos de humanidad relacionados con la edad y las condiciones de salud mental y física de las personas privadas de libertad. En los penales chilenos hay enfermos mentales que no tienen cabida en los hospitales psiquiátricos, hay hombres y mujeres con enfermedades terminales que no reciben las atenciones de salud que requieren, hay personas de avanzada edad con discapacidad, incluso con alzhéimer, ausentes a la realidad que los circunda.
El Estado debe aprender de las soluciones adoptadas en otros países, especialmente para la tercera edad. Por ejemplo, en Argentina, España y algunos estados de los Estados Unidos, se dicta arresto domiciliario para personas mayores que no revisten problema para la sociedad. En otros casos se adaptan unidades especiales a los requerimientos de salud física y sicológica de las personas bajo su custodia. En Alemania, Bélgica, Francia e Italia, se aplican suspensiones de penas; en Dinamarca, Inglaterra y otros estados norteamericanos, libertades condicionales. Para los mayores de 70 años, el sistema jurídico italiano prohíbe la prisión preventiva, salvo para personas con delitos especialmente graves, cuya libertad implica un riesgo para la sociedad, y concede medidas alternativas a la detención para personas mayores o con condiciones de salud incompatibles con el encarcelamiento.
Respetar la edad como un factor que incide en la capacidad de enfrentar el encarcelamiento, pensar en penas creativas para mujeres madres condenadas por delitos menores que mantengan la proximidad de sus hijos y eviten que ellos caigan en la delincuencia, en definitiva, repensar las políticas públicas penitenciarias y poner en el centro la dignidad humana es una tarea de la cual son responsables tanto el Estado como la sociedad civil. Es la hora de asumirla en toda su dimensión humanitaria.
Entre los derechos que consagra nuestra Constitución están el derecho a la vida y los derechos a la integridad física y psíquica de la persona. Mientras se mantengan las condiciones carcelarias existentes en el país, mientras el Estado no pueda garantizar esos derechos consagrados en nuestra Carta Fundamental está incumpliendo sus obligaciones. (El Mercurio)
Ana María Stuven
Corporación Abriendo Puertas