Los expertos afirman que este es el inicio del invierno más seco, en la zona central, en seis décadas. El último sistema frontal del que esperábamos más lluvia dejó solo dos milímetros de precipitaciones, una migaja del cielo para los mendigos de agua en que nos estamos convirtiendo los habitantes de este planeta.
Mi generación alcanzó a conocer la lluvia en toda su potencia y esplendor, cuando llovía “de abajo para arriba”. Mis hijos ya son los hijos del desierto. Cuando llueve, les digo que salgan con los brazos abiertos a recibir la mezquina lluvia de estos tiempos, que se mojen, que abran la boca y la beban y la bendigan. “Bendita lluvia” —decimos—, es ya un rito familiar que repetimos todos los inviernos. Nosotros cuando niños repetíamos a coro: “Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva (…) que sí / que no/ que caiga el chaparrón”. “Chaparrón”, qué bella y rotunda palabra para nombrar una lluvia sostenida, casi infinita. Recuerdo inviernos mirando a través de las ventanas de mi casa viendo llover dos días seguidos y pensando que aquello era el diluvio. Hoy día, el castigo divino —si lo hubiera, y bien merecido lo tendría nuestra civilización ese castigo— no será el diluvio, sino la sequía. ¿Cómo será el Noé de esa catástrofe por venir, el Noé de la sequía? ¿Cuál será el arca y cuál la paloma que nos dirá cuándo regresar? ¿Habrá regreso?
La ausencia de lluvia, para quien vivió inviernos intensos, produce angustia, casi desesperación. A veces es tan insoportable esa sensación de sequedad persistente, que me pego unas escapadas al sur para unas sesiones de “lluvia-terapia”. Entro en un bosque, en la selva fría, cierro los ojos y cuando empieza a llover, lloro. Es una dulce tristeza la de sentir la lluvia mezclándose con tus propias lágrimas, hasta el punto de no poder distinguir una de otras. Verlaine, el poeta francés del siglo XIX, encerrado en una prisión decía: “Llora en mi corazón/ como llueve en la ciudad/ ¿cuál es esta languidez que penetra mi corazón?”. Lo de ahora no es “languidez” sino angustia, angustia física y metafísica ante la ausencia de lluvia. La sentimos las generaciones que vieron llover y los sureños exiliados en Santiago, pero, poco a poco, las nuevas generaciones ya no experimentarán esa nostalgia punzante, se acostumbrarán a vivir en la sequía permanente.
El poeta de Lautaro, Jorge Teillier, afirma en un poema que “lo importante no es la lluvia/ sino su recuerdo/ tras los ventanales del pleno verano”. Eso podía decirlo, claro, alguien a quien le sobraba lluvia. Como Neruda, nacido, criado, bautizado por la lluvia. “Volvió la lluvia/ no volvió del cielo/ o del oeste/ ha vuelto de mi infancia”. Qué distinto tener una infancia llena de lluvia, que una infancia sin lluvia, seca. Los poemas de nuestros poetas sureños serán probablemente las últimas reservas de lluvia que nos quedarán cuando el cielo ya no cante, cuando las nubes enmudezcan. Releo ávidamente poemas donde todavía llueve y tal vez debiéramos todos hacer lo mismo, como un coro de náufragos del Calentamiento Global. Estos melancólicos versos, por ejemplo, de Carlos Pezoa Véliz: “Sobre el campo, el agua mustia/ cae fina, grácil, leve/ con el agua cae angustia/ llueve…”. Vale la pena leer también “Diluvio Universal”, de Manuel Silva Acevedo, poema que va reconociendo los signos de anuncio de una lluvia que viene, signos que el habitante de la ciudad ya no sabe leer. “Va a llover/ Hay anuncios/ Los caracoles se ponen en movimiento/ y las moscas se vuelven importunas… Va a llover/ el agua se avecina/ la araña corta los hilos de su tela/ y el escarabajo permanece inmóvil en medio del sendero/ Va a llover.”
Pero ahora no hay anuncios de lluvia y la gente de campo mira al cielo con desconcierto y preocupación. ¿Cuándo volverá la lluvia de la infancia a limpiar nuestros rostros y a barrer tanta basura diseminada por el mundo, tanta estupidez, tanta desmesura desertificadora? ¿Cuándo, amada y perdida lluvia? (El Mercurio)
Cristián Warnken