Como el efecto de una erosión lenta y silenciosa, pero no por ello menos dañina, los casos de corrupción e ineficiencia que sacudieron al país en los últimos años han ido relajando nuestro umbral de tolerancia. Lo que antes era inadmisible, hoy es recurrente y casi no molesta.
La situación de Carabineros ilustra el punto. Para el general Bruno Villalobos ninguna responsabilidad resulta exigible hasta que no se establezca la “verdad judicial” en torno a la manipulación de pruebas en la Operación Huracán. El ministro del Interior comparte esa mirada: no hay motivo para actuar, porque la investigación no ha terminado. Mientras tanto, debemos esperar con paciencia, mantener a los mismos a cargo y -es de suponeR- observar cómo el ya alicaído prestigio de Carabineros continúa yéndose por el desagüe. ¿Renuncias? Ni pensarlo. ¿Responsabilidades políticas o de mando? Por ningún motivo.
Hasta hace un tiempo no muy distante, nuestras autoridades entendían que una denuncia seria hacía prudente cursar responsabilidades políticas. No era necesario esperar resoluciones judiciales, pues se entendía que mantener en su puesto a quien era objeto de una denuncia grave y fundada generaba un insostenible perjuicio político, institucional, de imagen, credibilidad y eficiencia. En esa época las autoridades acataban los fallos sin comentarlos.
Eso quedó en el pasado. Lo que hoy la lleva es influir en los dictámenes de la justicia a través de palabras altisonantes o filtraciones selectivas de testimonios y evidencia, al mismo tiempo que dilatar cualquier acción política hasta que la sentencia esté a firme y ejecutoriada.
Las autoridades usan mañosamente la presunción de inocencia judicial para no exigir, respetar ni hacer cumplir las responsabilidades políticas y de mando. Es el nuevo estándar que se ha impuesto.
No existen aquí distinciones de color político: tanto el gobierno saliente como el Presidente entrante suelen defenderse ante acusaciones variadas sosteniendo que solo cabe aguardar las sentencias judiciales antes de tomar cualquier decisión política. Un argumento que, por supuesto, les sienta muy bien a quienes viven enfrentados a demandas, querellas e investigaciones en tribunales, pero que tuvo y sigue teniendo un efecto liquidador para el prestigio de las instituciones involucradas. Porque al no tomar medidas políticas ni hacer exigibles las responsabilidades en ese ámbito, las autoridades ratifican la percepción de impunidad que siente la opinión pública.
La gente compara con amargura la suerte de los ciudadanos comunes con las excepciones, justificaciones y arreglos que consiguen los poderosos al verse enfrentados a situaciones comprometidas.
Esta flagrante desigualdad es probablemente una de las expresiones más desagradables de la hipocresía de muchos de nuestros líderes, los cuales parecen expertos intérpretes de la ley favorita de los abusadores: la del embudo.
La Tercera