Nunca dije eso

Nunca dije eso

Compartir

“Puedo asegurar con certeza que yo no le he encargado a ningún ministro y ministra, y a ningún funcionario de gobierno, contactarse con Héctor Llaitul en ninguna circunstancia”, declaró el Presidente.

Por su parte, la presidenta del PPD —el partido donde milita la ministra saliente—declaró que, al intentar conversar con ese dirigente mapuche, Jeanette Vega no hizo otra cosa que seguir las instrucciones presidenciales:

“Relevamos que su única intención —dijo la dirigenta del PPD— fue cumplir el mandato del Ejecutivo en cuanto a dialogar con todos los actores, en momentos en que el planteamiento del Gobierno era que no se podían enjuiciar las ideas”, concluyó.

No hay ninguna contradicción ni inconsistencia entre esas declaraciones. Ambas dicen la verdad. El Presidente no encargó a Vega reunirse o hablar con Llaitul. Es cierto. Pero, al intentar reunirse o conversar con Llaitul, Jeanette Vega hizo lo que el Presidente había instruido. También es cierto.

¿Cómo es posible que ambas cosas sean ciertas?

En la respuesta a esa pregunta está el secreto de los tropiezos gubernamentales: se trata de la ambigüedad del Presidente, de la vaguedad y el ir y venir de sus puntos de vista.

El Presidente no comunica decisiones, sino vagas reflexiones; no decide, opina; no muestra su voluntad, sino su ánimo; en vez de decir lo que hay que hacer, emite frases; en vez de decidir, diagnostica; en lugar de actuar, observa. Y entonces sus subordinados, en vez de seguir su voluntad, deben hacer el esfuerzo de interpretarlo, de leer o inteligir esa maraña de reflexiones más bien ligeras y de variada índole en que a veces —hay que decírselo— se convierte su discurso. Un ejemplo es justamente lo que ha ocurrido con Llaitul. Poco tiempo atrás, para el Presidente era un ideólogo, alguien que no incitaba a la violencia, sino que ejercitaba su libertad de expresión (lo dijo el Presidente cuando se le solicitó que el líder mapuche fuera judicialmente perseguido). El Gobierno, insistió el Presidente entonces, no persigue ideas. Luego de esa afirmación, ¿qué tendría de malo o de reprochable que una ministra, como era Jeanette Vega, tomara la iniciativa de conversar con él para intentar conocer sus ideas? ¿Por qué sería reprochable hasta alcanzar el abandono del cargo hacer algo que, a la luz de la opinión presidencial, era perfectamente lícito y razonable? Lo que el Presidente debe comprender es que el Estado y el Gobierno no admiten vacilaciones o dudas o equívocos de ese calibre; dudas o equívocos que no fueron de Vega, sino suyos como consecuencia de esa frase, y otras semejantes que es mejor no recordar.

Y la lección de todo esto es una, aunque es difícil que el Presidente lo reconozca: en este caso no se equivocó Vega, sino él.

Para evitar que este tipo de cosas se repitan, hay que recordarle al Presidente una y otra vez lo que enseña Mirabeau (que fue un gran político): a este mundo se viene a hacer política o a hacer frases.

Y hasta ahora hay demasiadas frases.

En “Nixon”, la película de Oliver Stone, se ve al expresidente norteamericano visitando el monumento a Lincoln, que estaba entonces rodeado de estudiantes manifestándose en contra de la guerra de Vietnam. Una estudiante lo encara y le dice por qué no acaba con la guerra. Nixon dice que es lo que él querría. ¿Por qué entonces no lo hace si lo quiere?, insiste la estudiante. El Estado, responde Nixon con pesadumbre, es una bestia difícil de dominar, y para hacerlo no bastan las frases o las convicciones. Por supuesto, Boric no es Nixon (salvo que haya omitido información, en cuyo caso se le parecería en su peor momento); pero hay algo en la escena que le serviría de admonición: la bestia del Estado no se domina con frases moralizantes, sino con racionalidad técnica y frialdad política. Weber, por enésima vez: quien no entiende esto es un niño políticamente hablando.

Así entonces, J. Vega hizo exactamente lo que el Presidente quería, pero lo que el Presidente quería no era eso.

En otras palabras, Vega ejecutó y a la vez incumplió la voluntad presidencial.

¿Cómo entender esa contradicción? Lo que ocurre es que es una contradicción inconscientemente útil: si quien manda es ambiguo o vacilante, cualquier conducta de un subordinado puede considerarse ajustada a esa voluntad o contraria a ella según las circunstancias posteriores lo aconsejen. Y así, cuando el resultado es bueno, dirá: así lo instruí. Y cuando resulte malo, siempre podrá decir con total seriedad y sin duda convencido y sin mentir: nunca dije eso. (El Mercurio)

Carlos Peña