La Organización de Estados Americanos (OEA) se ha puesto súbitamente de actualidad. Una inesperada y hábil jugada de ajedrez del presidente brasileño Lula da Silva logró poner a la cabeza del organismo al canciller de Surinam, Albert Ramdin. Por motivos poco claros, el objetivo fue sacar del ruedo al hasta ese momento favorito, Rubén Ramírez, canciller paraguayo. La maniobra es interesante y merece ser vista desde diversos ángulos.
Primero, desde el contexto internacional. Como se sabe, el panorama mundial lo domina un marco trumpista. Producto de aquello, todos los organismos internacionales están viviendo un fuerte remezón que alcanza a la propia concepción actual del multilateralismo. La OEA no permanecerá ajeno a estos vaivenes. Además, este organismo, ya bastante vetusto -creado en 1948-, ha tenido toda una vida llena de sobresaltos.
En segundo lugar, es posible verlo desde el punto de vista del significado de la elección de Ramdin en sí mismo. Con él, el organismo entra en un nuevo ciclo. Será uno de los tantos en que se divide su historia. Hay perspicaces que incardinan ambos asuntos, para barajar la posibilidad que quizás Ramdin sea el último y la OEA haya entrado a una etapa agónica.
Mirado en retrospectiva, los vaivenes han sido cíclicos. Cada cierto tiempo, la OEA cae en el olvido y de pronto resucita. Sólo por breve tiempo. Luego, vuelve a hundirse en el olvido para renacer nuevamente. Por lo tanto, podría ser algo excesivo afirmar que Ramdin haya sido puesto allí en calidad de sepulturero, aunque cabe una razonable duda. ¿Logrará revitalizar un nuevo tipo de diálogo en el plano interamericano o será una administración dedicada a apagar incendios, en el mejor de los casos?
A su favor está el hecho que cada nuevo ciclo llega marcado por una buena dosis de esperanza, basada en circunstancias y liderazgos algo novedosos. Se asume que hace bien exudar confianza y respirar aires frescos. Este ejercicio es el que ha mantenido a la OEA en la mente y acción de cada país latinoamericano.
Bien puede decirse entonces que la OEA es un dinosaurio inmorible. Tras los períodos de somnolencia, cada país se encuentra con que el dinosaurio todavía permanece allí.
Todo esto no es un detalle menor. No hay equivalente en los demás organismos regionales. Todas esas celac, unasures, albas, aladis, caricomes, cicas, selas, grupos de Contadora, de Río, y el larguísimo listado de organismos zombies creados por los latinoamericanos responden sólo a entusiasmos efímeros. Aunque todos aspiran a la inmortalidad (basta repasar los discursos en los momentos iniciales), poco a poco se van volviendo insípidos, poco atractivos, carentes de utilidad e insostenibles.
Por eso, la persistencia de la OEA se ve como una gran excepcionalidad. La característica de esta evolución cíclica es que sus períodos de somnolencia son políticos; jamás administrativos. Cargos, edificios, burocracia no pierden jovialidad. Con propiedad puede decirse que en la OEA aplica lo señalado por un notable narrador centroamericano, que obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras el año 2000 y se llamaba Augusto Monterroso. Aquello del dinosaurio inmorible.
Víctima de innumerables políticas de persecución en Honduras y Guatemala, Monterroso encontró refugio y tranquilidad en México, donde exploró un género poco popular, llamado micro-relatos. Allí escribió uno extraordinario, El Dinosaurio. Ese mini-texto consta de una sola línea: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Fue su texto más alabado cuando se le concedió el Premio Príncipe de Asturias.
¿Hay algo misterioso en todo esto?
Para nada. La OEA pervive sólo porque su sede está en EE.UU. y porque Washington corre con el 53% de su presupuesto y Canadá con poco más del 11%. Esta realidad pone un piso sólido para el organismo. En cada país habrá siempre personal diplomático y políticos dispuestos a cumplir funciones en suelo estadounidense. Mucho más que en cualquier otra parte del continente.
Este aserto cobra fuerza a propósito de esos otros organismos efímeros. Por ejemplo, de UNASUR. Cuando uno de los demagogos más delirantes de las últimas décadas, el ecuatoriano Rafael Correa “amenazó” en 2012 con llevarse la OEA a su país -o bien a Panamá- para así cautelar la “ecuanimidad e independencia” de la institución, algún asesor hizo cuentas y el entusiasmo disminuyó. A cambio de eso, ofreció instalar UNASUR en “la mitad del mundo”, como se denomina un sector cercano a Quito. Hizo construir allí un edificio, que terminó en lo obvio, en un elefante blanco. Tras años vacío y sin uso, fue reciclado. Hoy sirve como un instituto de formación profesional. El alhajamiento del edificio incluía una estatua de Kirchner, la cual inmortalizaba sus “extraordinarias contribuciones” a la hermandad latinoamericana.
Cuando el presidente ecuatoriano, Lenin Moreno, decidió acabar con las extravagancias de Correa, la estatua, de 600 kilos, fue desmontada y abandonada en una bodega hasta que se le trasladó a un polideportivo en la localidad bonaerense de Quilmes; resguardada para evitar actos de vandalismo.
Además, cuando Néstor Kirchner terminó su período como secretario general de UNASUR (2012), se le ofreció el cargo a Lula. El escurridizo líder brasileño, de forma discreta, hizo ver la imposibilidad de trasladarse, “por razones familiares”. Obvio, Quito no es Washington.
Esos esfuerzos en torno a UNASUR, plagados de anécdotas, confirman que el peso específico de la OEA radica justamente en el lugar de su sede y la realidad de su presupuesto.
Todo esto independiente, desde luego, de los efectos de la perenne inestabilidad política de cada país de la región. Si la OEA llegase a ser trasladada hacia algún país latinoamericano, correría la misma suerte que UNASUR o que un bizarro Parlamento Suramericano instalado por Evo Morales en Cochabamba (2008) o un peregrino Banco del Sur en Caracas.
Resumiendo, la nueva etapa que se abre con Ramdin no tiene comprado un seguro. Una posibilidad es que la administración Trump no quiera agitar las aguas más allá de lo necesario con los países latinoamericanos y mantenga el financiamiento de la OEA, así como sus instalaciones en Washington. Eso implicaría una nueva etapa, que, en el mejor de los casos, será de pasividad e irrelevancia.
Algo más probable es que EE.UU. decida retirarse de la OEA, o disminuir al mínimo su involucramiento. En ese caso, se vienen años aciagos para el organismo. Mauricio Claver-Carone, el enviado especial de Trump para la región, ha dicho que la OEA no es otra cosa que “interminables sesiones de sicoanálisis político” y, por eso, preferirán tratos bilaterales.
Si las cosas no sufren grandes alteraciones, Ramdin deberá resolver el puzzle venezolano. Ocurre que, en 2017, Maduro abandonó el organismo (cuya tramitación demora dos años), pero, en 2019, la OEA decidió reconocer a Juan Guaidó y éste retiró la solicitud de Maduro. Hoy nadie asiste a las reuniones en nombre de Caracas. Tampoco Edmundo González Urrutia, el vencedor de la elección presidencial última y que vive en el exilio.
Ramdin tiene ante sí otras situaciones difíciles. Nicaragua dejó de ser miembro por voluntad del régimen orteguista (2023) y Cuba, como es sabido, no ha querido retornar. La Argentina de Milei tiene una actitud distante con el organismo.
En síntesis, el nuevo período de la OEA, que formalmente partirá en mayo con la asunción de su nuevo secretario general, será una buena prueba de fuego para ver cómo se desenvolverá el multilateralismo regional en el nuevo contexto mundial. También se verá si el excanciller de Surinam tendrá o no la capacidad para manejar el huracanado ambiente regional, con una tensión entre Venezuela y Surinam que se ve peligrosa para la paz regional, el imprevisible desenlace del conflicto interno en Bolivia y los efectos de los diferendos mexicano-estadounidenses, por mencionar los más acuciantes.
Por ahora, reina la expectación. La frase de Monterroso calza al dedillo: “Cuando despertaron, el dinosaurio todavía estaba allí”. (El Líbero)
Iván Witker