Opio-Loreto Cox

Opio-Loreto Cox

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Pareciera que el tiempo le ha dado la razón a quien, hace una década, comparara un proceso constituyente con fumar opio. Quienes fundaron su identidad política contra “la Constitución de Pinochet” hoy la defienden. Quienes nunca quisieron cambiarla son los autores de la nueva que se nos propone, y si antes eran escépticos respecto de la capacidad del texto constitucional para resolver los problemas de la gente, hoy prometen con ella seguridad y prosperidad. Bien parecen alucinaciones.

Como sea, ya son pocos los que tienen fe en la nueva Constitución. Justo después del estallido, en diciembre de 2019, el 56% creía que una nueva Constitución probablemente ayudaría a resolver los problemas, fracción que fue cayendo medición tras medición hasta llegar hoy a un magro 19% (CEP).

Al cambio constitucional se le atribuyeron toda clase de propiedades mágicas. Es cierto, nos libró, quizás, de terminar a balazos en un momento crítico; no es poco. Pero, más allá de sus efectos institucionales, el proceso estaba supuesto a reparar nuestros quiebres, a darnos un marco compartido de entendimiento —la casa común, le llamaron.

Hoy todo indica que, con independencia del resultado del domingo 17, ese objetivo no se cumplirá. Ya sea por incivilidad o por desconocimiento de la vocación moderada de las masas, los procesos han abundado en ánimos de ignorar (cuando no de humillar) al adversario. Los números de la última CEP son devastadores. El 84% de la población percibe conflictos fuertes o muy fuertes entre las personas de izquierda y de derecha, el 50% los percibe muy fuertes. El 69% califica la situación política como mala, 17 puntos por encima de abril de 2022. Hoy solo el 11% evalúa bien este segundo proceso. En el referéndum para ratificar la Constitución española, en 1978, ella se aprobó con el 92% de los votos; aquí parecería, simplemente, inverosímil.

En lo institucional, el resultado para quienes impulsaron el proceso será penoso: o se mantiene la Constitución que teníamos, pero ahora con la legitimidad de las urnas, o se instala una redactada por su peor enemigo.

Hasta hace poco, se hablaba de que la violencia del estallido había sido necesaria, que había abierto la puerta a una oportunidad celebrable. Justificar la violencia por razones instrumentales es de suyo cuestionable, pero el devenir tortuoso del proceso no hizo más que confirmar las limitaciones del cálculo humano. “¿Con qué expectativa de no equivocarse respecto a la justicia y al bienestar futuros cuentan los revolucionarios para imponer los males de la violencia en el presente?”, decía Jorge Millas.

El juego de la violencia no tuvo los resultados esperados (resultados que estaban supuestos a justificarla). Me pregunto si ese juego no habrá también terminado de quebrar el pequeño y frágil conjunto de acuerdos sobre los que se fundaba nuestra democracia, el cual ya venía dañado por la desconfianza. Cuando la violencia puede ser permitida, difícilmente quedan razones por las que habríamos de apostar por la amistad cívica. La pregunta ahora es cómo se restituye eso, habiendo ya desperdiciado la oportunidad de hacerlo, no una, sino dos veces. (El Mercurio)

Loreto Cox