Otra vez Tarkovsky

Otra vez Tarkovsky

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En medio de la desertificación espiritual de nuestra civilización, en que las iglesias en Europa son usadas como discotecas y en la inauguración de los Juegos Olímpicos, en vez de exaltar la belleza y el espíritu deportivo, se prefiere hacer una parodia grotesca de la Última Cena, cualquier atisbo en que se manifieste el alma del mundo constituye un milagro y hay que celebrarlo. Donde sea. En una obra de arte, en un gesto anónimo, en un rito, en un amanecer que celebremos juntos, como el cielo del sur adonde estoy, que ayer fue pintado por alguien de rojo. El espíritu resiste en todas partes, aunque eso no salga en los diarios. Por eso, no puedo dejar de celebrar que en un cine que está en pleno centro de Santiago, en la calle Arturo Prat, en esa ciudad que tanto deterioro y descuido ha sufrido en los últimos años, en una sala del Centro Arte Alameda, se puedan ver las películas del director ruso Andrei Tarkovsky durante todo agosto.

Al lado del cine comercial, las películas del director ruso son como catedrales que emergen desde el pantano, catedrales donde se celebra en cada escena una especie de misa y comunión en la que participan el director y el espectador. Cine espiritual, no porque se habla en él del espíritu, sino porque sumergirse en cada una de sus películas es una experiencia interior de la que no se sale indemne. La primera vez que vi una película de él, en la década del 80, en Roma, sin saber quién era, salí de la sala confundido y a la vez estremecido, por no decir transformado. Y no sabía bien por qué. ¿Era eso cine? Hacer cine es esculpir en el tiempo, dijo Tarkovsky. Si solo la experiencia desnuda y directa del tiempo —sin evasiones ni distracciones— nos pone en contacto con los bordes del ser (como decía Heidegger, que tituló por eso su obra capital “Ser y Tiempo”), en estas películas-esculturas cuyo material es el tiempo, tocamos nuestro propio ser tan olvidado. Tarkovsky transfigura en su cine la materia, el agua, la tierra, los seres humanos, una transfiguración parecida a la de su maestro Jesús que vieron los discípulos en Monte Tabor.

Cuando pienso en Tarkovsky, inmediatamente me viene al oído la música de Bach: por ejemplo el “Erbarme dich mein gott”, el lamento de Pedro de La Pasión según San Mateo. Ese es un tema recurrente en sus películas: lo silba el protagonista de Stalker y lo escuchamos como cierre de la película “El Sacrificio”, su testamento. Nuestra civilización occidental se ha alejado de su origen y esencia y parece haber perdido el norte. Dejamos de creer en los milagros, en la realidad del espíritu, y ese alejamiento parece estar llevándonos a una suerte de ocaso. Como Pedro, hemos traicionado más de tres veces nuestra propia esencia. Ver una película de Tarkovsky nos pone en contacto —sin prédicas ni discursos— con esa materia oscura que es hoy el espíritu, que la ciencia no puede medir, pero que está ahí, como una música de fondo que ya no sabemos escuchar. Tarkovsky tuvo que enfrentar a los comisarios e inquisidores de la Unión Soviética, que desconfiaban de sus películas y ponían obstáculos a su energía y convicción. Pero la Unión Soviética desapareció y Tarkovsky está todavía ahí, como siempre sucede con el gran arte, que sobrevive a las civilizaciones en las que ese arte nació.

Me imagino a un habitante de la ciudad de Santiago, tal vez un joven, que pasa por la calle Arturo Prat y decide entrar al cine donde se está presentando el ciclo del gran director ruso. No sabe nada de él —como yo no sabía nada la primera vez que lo vi—, entra en la sala, se apagan las luces y de pronto se ve caminando por un planeta que es la tierra, pero transfigurada. El espectador llora. Y no sabe por qué. Sale de la sala, es de noche, y escucha una fuente de agua manar en alguna parte. San Juan de la Cruz decía: “¡Que bien sé yo la fuente que mana y corre,/ aunque es de noche!/ Aquella eterna fuente está escondida/ ¡Que bien sé yo do tiene su manida/ aunque es de noche!”. Otra vez Tarkovsky: ¡aunque es de noche! (El Mercurio)

Cristián Warnken