Algunos —cuando empezó el proceso constitucional— querían escribir una nueva Constitución desde una “página en blanco”, una página auroral, sin una palabra que la precediera ni una historia desde la que empezar, una página inmaculada, impoluta desde la cual partir de cero.
¿Quién no ha sentido el anhelo y vértigo de un nuevo comienzo? “Porque todo comienzo tiene su hechizo/ que nos ayuda a vivir” —decía Herman Hesse en un hermoso poema—. La pureza, la originalidad, el sentirse adánicos son sentimientos muy arraigados en nuestro inconsciente. Por algo uno de los primeros poemas del entonces joven poeta Vicente Huidobro se titulaba “Adán”. Huidobro nunca dejó de ser adánico, aunque fue descubriendo después —con los golpes de la vida— que él no había descubierto la pólvora y que es imposible ser el primer habitante del Paraíso.
Nunca partimos de cero. Nunca. Siempre hay alguien, una historia, una cultura, un país detrás y dentro nuestro. En la historia constitucional pasa algo parecido: ¿se puede escribir una Constitución experimental, vanguardista, que no dialogue con las Constituciones del pasado? Hay algo de desmesura en eso, algo prometeico, es el Ícaro que todos llevamos dentro y que quiere tocar el sol, desoyendo los consejos a la prudencia de Dédalo: muchas veces tendremos que caer y se quemarán nuestras alas, para aprender que pretender escribir la historia desde cero y que el futuro comienza con nosotros nos puede hacer caer en el viejo pecado de la soberbia, y es mejor comenzar a escribir en una hoja cuyas primeras frases escribieron antes otros que sentirnos como dioses ante una tela vacía, lista para que vaciemos en ella todos nuestros sueños, anhelos, demandas, expectativas.
Un texto (incluido el constitucional) es un tejido y ojalá haya muchas hebras entrelazadas y el autor final seamos todos, es decir, nadie.
La modernidad exacerbó la pulsión a la originalidad y nos hizo creer que siempre el futuro será mejor que el pasado: es el viejo Mito del Progreso. Pero el futuro también puede ser peor, pregúntenles a los ucranianos. Pero también acá en Chile, un cierto individualismo (producto, quizás del mismo neoliberalismo que se quiere superar) tal vez nos ha hecho creer que querer es poder, nos ha convertido en sujetos poseídos por una voluntad de poder que creen que “si quiero, lo puedo”.
Se respira, a ratos, en la Convención (por lo menos eso se siente desde afuera, y puede que en esto uno pueda ser un poco injusto) una atmósfera donde cada cual quiere imponer a todos su agenda propia e identitaria, y pareciera que el “nosotros” del colectivo llamado Chile no importa, más bien molesta.
Las viejas sabidurías de todos los pueblos (incluidos los así llamados “originarios”) nos advierten del peligro de sentirse el comienzo de todo, el peligro de un ego desbocado. Hay cierto egotismo identitario que no está dispuesto a escuchar al otro y que se ha lanzado a la página en blanco con voracidad e incontinencia. Es verdad que el pleno ha funcionado a veces como la “conciencia” que pone freno a los desboques del “ego” o los “egos”. Pero ha faltado una Conciencia mayor, más potente, más sabia, con más convicción y sin miedo, que logre tejer una Constitución “evolucionada”, y esa evolución solo puede nacer del diálogo genuino, de escuchar al que piensa distinto, de ceder, de realmente abrazar la diversidad y no solo cacarearla.
Stephane Mallarmé, poeta francés del siglo XIX, expresó alguna vez el horror ante la página en blanco; con ella tenía que luchar todas las noches para que surgiera el poema. Un poco de ese horror le falta a la Convención. La historia no se reescribe ex nihilo, la página en blanco es una ilusión. “Algún día la poesía será escrita por todos”, dijo Lautréamont. La Constitución también, para que sea nuestro más bello poema.
No ninguneemos a nadie. Este barco viene de alguna parte, no de la nada, y en él nadie sobra; de lo contrario, todo será puro naufragio. (El Mercurio)
Cristián Warnken