Perteneció a una generación que combinó, como pocas veces ocurre en la historia, logros múltiples y un fracaso inolvidable (fue también la de Almeyda, la de Altamirano, la de García Garcena, la de Bulnes); pero, llegada la oportunidad, fue capaz de vengar ese fracaso de una manera notable, que lo situará, con el paso del tiempo, entre los grandes políticos de la historia de Chile.
Su fracaso fue la pérdida de la democracia a la que él mismo, como lo recordó tantas veces, contribuyó por no haber estado suficientemente alerta a los vientos que entonces soplaron. Vengó ese fracaso al liderar la transición y recuperar la democracia, en tiempos en que la vida pública solo podía ser descrita como un campo minado.
A diferencia de otros de su mismo partido (v.gr. Gabriel Valdés, Radomiro Tomic), careció de presunciones excesivas o demasiado notorias y poseyó, en cambio, la ventaja total de saber sus límites. Hizo, pues, realidad aquello de que un político no llega tan lejos como lo auguran sus talentos, sino que alcanza las alturas que permiten sus limitaciones. Aylwin, producto seguramente de un genuino espíritu evangélico y de una sencillez a toda prueba, poseyó la más importante de todas las virtudes del hombre público: fue más consciente de sus limitaciones que de sus talentos, y por eso fue capaz de liderar la reconstrucción de la democracia y devolver a la esfera pública chilena la virtud que había perdido.
«Justicia en la medida de lo posible» -su frase más citada y a la que las nuevas generaciones recurren cada vez que se quiere criticar a la transición- es la que mejor resume al político que él fue.
La frase denota, como ninguna otra, que Patricio Aylwin nunca se engañaba, ni a sí mismo ni a los demás. Siendo un creyente férreo, sabía él que la diferencia entre la política y la religión deriva del hecho de que la primera se inclina ante la realidad y la segunda, en cambio, quiere trascenderla. Pero la experiencia, el fracaso de su generación que se dejó envolver por el mar sin orillas de la utopía, le había enseñado que la política democrática casi siempre da un paso cada vez, y que si bien nunca debe cejar en el empeño de mover los límites de la realidad, nunca debe hacerlo al precio de olvidarla. Alguna vez sugirió que la política democrática era casi un misterio: se trataba de una actividad, lo sabemos hoy sin ninguna duda, en la que se entrelazan las peores pasiones y algunos de los aspectos más oscuros de la condición humana, un quehacer erizado de trampas y de puntapiés en las que ninguna lealtad parece firme y ninguna amistad, sincera; pero lo notable es que de esa amalgama surge la forma de convivencia más respetuosa y más civilizada que se ha podido hasta ahora inventar y a cuya reconstrucción Patricio Aylwin contribuyó como ninguno.
Siempre es difícil saber qué de la vida de un hombre pertenece al tiempo del que fue hijo y cuánto al fondo insobornable de su propia individualidad y de su genio.
La vida del político excepcional que fue Patricio Aylwin contribuye a ensayar una respuesta a ese misterio.
Hasta entrada la madurez, y mientras se paseaba por el Paseo Ahumada como un abogado convencional, alguien que vivía del recuerdo de los tropiezos de su generación, Patricio Aylwin fue lo que casi todos, un hijo de su tiempo. Cuando encabezó la Concertación de Partidos por la Democracia, condujo el triunfo del No, peleó y logró la candidatura presidencial, llevó adelante la transición, pidió perdón con lágrimas en los ojos y cuando ya retirado nunca presumió de nada, recordó a todos el valor insobornable de la individualidad: que no importa tanto lo que los vendavales de la historia hacen a un hombre, lo que de veras importa es lo que él hace con lo que han hecho de él. (El Mercurio)