Cada época eleva o devalúa determinados conceptos. Si a nuestros abuelos les hubiésemos hablado de “inclusión”, “diversidad” o “innovación”, nos habrían mirado con cara rara. Setecientos años atrás, para el Giotto habría sido casi un insulto llamarlo “original”, en cambio cualquier pintor actual intentará obtener ese calificativo por cualquier medio. También sucede al revés. En el siglo XVI o XVII, la gente estaba dispuesta a matarse por su honra, mientras que nosotros consideramos al duelo como una suerte de locura. La disciplina y la obediencia tampoco gozan actualmente de buena salud, y la rebeldía, que en otros siglos era una forma de degradación moral, es vista con buenos ojos por muchos de nuestros coetáneos.
Estos altos y bajos son habituales en las valoraciones humanas, pero no podemos abandonar el necesario sentido crítico que nos lleve a advertir si, en los hechos, hemos perdido algo importante. Y una de esas ideas que en nuestros días aparecen devaluadas es la de patriotismo. No es casual, entonces, que el Presidente Piñera haya reivindicado esta noción en un reciente encuentro organizado por la Masonería.
¿A qué se debe que hoy se hable poco de patriotismo? Las causas son muy variadas. De partida, no podemos olvidar que, al menos a partir del siglo XIX, ciertos nacionalismos transformaron la idea de patria en un instrumento para cometer toda suerte de atrocidades, comenzando por el venerado Napoleón. Con el tiempo, las cosas empeoraron. Es verdad que el comunismo mató más gente que el nacionalsocialismo, entre otras razones porque tuvo más tiempo para hacerlo, pero el nazismo fue más corruptor, porque profanó bienes muy nobles, entre ellos la noción de patria.
Con todo, la mala prensa de que goza el patriotismo en la actualidad tiene también otras causas. Así, dado que el liberalismo tiende a privatizarlo todo, hace a los hombres menos sensibles a la idea misma de que tenemos un destino compartido. Por otra parte, en sociedades individualistas y hedonistas, la sola palabra “patriotismo” evoca ciertas exigencias para con los demás, unos deberes hacia la comunidad que no resultan gratos a seres que están concentrados en sus pequeños goces particulares.
Otro factor que influye en la devaluación del patriotismo está dado por la creciente internacionalización de la vida contemporánea. Si uno observa el tipo de educación que imparten las universidades de élite en casi todo el mundo, verá que, como ha destacado Patrick Deneen, fomentan el desarraigo. Ellas parecen obsesionadas por formar individuos globalizados, gente que puede estar en cualquier parte del mundo sin problemas porque en realidad no es de ninguna parte. Son el perfecto “Nowhere man” descrito por los Beatles, que carece de una identidad definida, y dice y hace lo que la máquina espera de sus engranajes. Esta es la nueva división de clases, que en muchos países se manifiesta, entre otras cosas, en la desconexión entre la élite globalizada y un pueblo que se mantiene necesariamente arraigado al lugar donde se halla, del que no tiene cómo moverse.
También cierta izquierda ha contribuido a este proceso. Desde hace medio siglo han ido cambiando sus preocupaciones. Antes se interesaba por la clase obrera y los sectores más vulnerables de la sociedad. Ahora, en cambio, su atención se concentra en la defensa de todo tipo de identidades particulares. No lo digo yo, basta con leer a Mark Lilla para ver la angustia de alguien de izquierda que ve cómo su partido (el Demócrata) les ha regalado la clase obrera a los republicanos. Tal izquierda no tiene cómo hablar al pueblo.
La pérdida de la noción de patria y del valor del patriotismo nos lleva a olvidar lo que tenemos en común liberales, conservadores, socialistas, masones, católicos, chunchos, colocolinos y cruzados. A lo más, ella subsiste como caricatura, al estilo de los hinchas que se pintan la cara de blanco, azul y rojo, y entonan canciones contra peruanos, argentinos y bolivianos en las eliminatorias. Eso es cualquier cosa menos un auténtico sentido patriótico.
El patriotismo es una virtud, es decir, cierta forma de excelencia humana. Como tal, nos impone deberes. Exige atender al pasado, porque no hemos venido de la nada; honrar las tradiciones; mostrar agradecimiento por las generaciones precedentes, sea aquellas que ya han muerto o las que pertenecen a la tercera edad. Pero también implica pensar en las generaciones futuras: cuidar el medio ambiente en que vivirán, ser muy cautos a la hora de aumentar la deuda pública y mantener el valor de la moneda, huyendo de la inflación como de la peste.
No es patriota quien hace malabares para pagar menos impuestos de los que corresponden, con el pretexto barato de que el Estado es ineficiente. Le falta sentido patriótico, por más que se emocione al escuchar en estos días a los Quincheros o a Quilapayún, según sean sus preferencias ideológicas. Ser patriota es tanto como recordar, en palabras de Borges, que “somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros”. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro