Peces y ciudadanía moral

Peces y ciudadanía moral

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La reciente indicación presentada por un diputado del Frente Amplio, tendiente a proteger a seres acuáticos sintientes, plantea algunos problemas dignos de análisis desde el punto de vista público.

Desde luego, la indicación no parece tan descabellada si se confiere a la capacidad de sentir dolor una cierta importancia moral. Si usted considera que obrar correctamente supone aumentar el placer y disminuir el dolor, entonces tiene un punto de partida para no considerar absurda o descaminada esa indicación. Ese es el caso de Peter Singer, quien, esgrimiendo una modalidad del utilitarismo, sugiere ampliar el ámbito de la moralidad a todos quienes, como nosotros, son seres capaces de padecer dolor físico. Si los habitantes del mundo moral son todos quienes poseen la capacidad de sentir dolor, y si lo correcto es disminuir el dolor —una de las versiones del conocido utilitarismo—, entonces no es tan absurdo preocuparse de que los seres sintientes acuáticos (o no acuáticos, claro está) no sufran.

Ampliar lo que pudiera llamarse ciudadanía moral a otras especies puede justificarse, además, con la idea de que los seres humanos somos parte de la cadena de la naturaleza y no, en cambio, soberanos de ella. Supone, en suma, cambiar lo que Heidegger llamó la época de la imagen del mundo, la idea de que el ser humano es un sujeto, un fundamento a cuyo servicio existe todo en derredor. La naturaleza, los seres que nos rodean, todo lo existente, según esa concepción, estarían instrumentalmente al servicio de los designios de los seres humanos (como dice Parra en uno de sus poemas, los árboles no serían árboles, “sino sillas en movimiento”). El ser humano como sujeto, el mundo como objeto, tal sería la época de la imagen del mundo que es como Heidegger llama a la modernidad. A esa concepción se opondría esta ampliación de la ciudadanía.

Así las cosas, la idea de conferir protección a seres sintientes parece desopilante o irrisoria o tonta; pero lo es solo para quienes no entienden aquello en que esa idea se funda que, bien mirado, merece alguna consideración y no es simplemente una idea estúpida.

En realidad, una vez que esa idea se entiende en su mejor versión —cuyas líneas serían las anteriores— plantea el problema de por qué ella sería errónea.

Hay varias razones que, en principio, podrían esgrimirse para sugerirlo.

Desde luego, el principio utilitarista parece débil sea que se conciba lo mejor como disminución del dolor y como peor su incremento. Y la razón es que en la medida que el utilitarismo agrega o suma resultados, puede acabar dando pretextos para sacrificar a una porción de quienes aparentemente quiere proteger. Después de todo, parece posible sacrificar al diez por ciento de los seres sintientes (v.gr. acuáticos) si con ello se evita el dolor del noventa por ciento restante.

Se agrega a ello que buena parte de nuestros principios morales no derivan de la capacidad de sentir dolor, sino de nuestra condición de agentes, de individuos que buscan autorrealizarse y que limitan sus propósitos o deseos a la luz de un discernimiento imparcial. Para los seres humanos no es el dolor el que tiene relevancia moral, sino los fines que perseguimos y para alcanzar los cuales estamos incluso dispuestos a sentir dolor. El dolor de los seres humanos no es solo físico: es biográfico y equivale a sufrimiento.

Y, en fin, se encuentra un problema que pudiéramos denominar antropológico. Ocurre que cuando se amplía la ciudadanía moral, hay algo de lo propiamente humano que se disuelve, que se evapora. Y con ello el fundamento de ciertas reglas e instituciones que consideramos valiosas y que no es posible derivar de la simple ciudadanía del dolor, como la libertad de expresión o los derechos humanos vinculados a nuestra capacidad discursiva como la libertad de conciencia u otros similares.

Por supuesto no es correcto causar dolor sin motivo o por motivos puramente instrumentales; pero no se requiere endosar una concepción general como la que subyace en esa indicación legal para ello, menos si esa concepción deja fuera cuestiones que los seres humanos consideramos extremadamente valiosas. (El Mercurio)

Carlos Peña