Al extremo que la crisis de octubre, si así puede llamársela, parece ante todo una crisis del Estado.
Cuando se le observa desde los clásicos, el Estado es ante todo un productor de orden, en esto coinciden los escritores políticos desde Hobbes a Carl Schmitt, y los que se ocupan de la sociología, desde Parsons a Giddens. Liberales y conservadores, marxistas y no marxistas, coinciden, con fórmulas diversas, en lo mismo: la tarea del Estado, aquello que justifica su existencia, es la producción de orden. Desde este punto de vista, todos quienes se dedican a la política, en la medida que aspiran a conducir el Estado, son miembros de eso que Marx llamó, en “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, el partido del orden. Ocuparse de la política —o vivir de ella— sin estar enterado de esto, más que ignorancia, es simple tontería adolescente.
Pues bien, lo que la crisis de octubre ha puesto de manifiesto —además de la incapacidad intelectual de los políticos profesionales para comprender ese problema— son las dificultades del Estado para llevar a cabo esa fundamental tarea.
La índole del orden
El orden es un concepto relativamente plástico, que alberga múltiples posibilidades. Por eso reclamar orden no equivale necesariamente a demandar una determinada forma de las relaciones sociales, sino un determinado grado de previsibilidad de estas acompañado de ausencia de coacción directa. Hay orden allí donde la violencia ha sido excluida de la interacción y donde esta última es relativamente previsible. Por eso, al margen de la forma de vida que prefieran los partícipes de la lucha política, la demanda de orden debiera ser común a todos.
La previsibilidad de la vida social y la ausencia de coacción liberan esfuerzo y permiten que la vida de los seres humanos se vuelque a actividades creativas, distintas al mero y tosco esfuerzo de sobrevivir en la selva. Sin previsibilidad, el individuo humano vive alterado, puesto en alerta frente al otro —el alter— enconado frente a su medio, invirtiendo gran cantidad de energía psíquica en el esfuerzo. En esto no hay dos opiniones en la literatura. Basta citar a autores como Ortega o Gehlen, o entre nosotros, Jorge Millas, para advertirlo.
Por eso no hay nada de conservadurismo o algo semejante en la demanda de orden o en el recuerdo de esa fundamental tarea del Estado.
Es la ausencia de ese orden la que experimentan en las últimas semanas los habitantes de algunas ciudades y barrios.
Los factores del orden público
El Estado equivale, ante todo, al monopolio de la fuerza. Hay Estado allí donde la fuerza es expropiada a los particulares y reunida en las manos de una agencia pública. De ahí que, como se ha subrayado múltiples veces, el remedio de la violencia es homeopático: el Estado expulsa la violencia mediante el ejercicio regulado de ella misma. Es la receta del Parsifal: la espada que inflige la herida es la misma espada que la cura. Para hacerlo, sin embargo, el Estado está sometido a la máxima exigencia, por llamarla así, ética: debe respetar los derechos de las personas. No es esta una exigencia desmedida si se tiene en cuenta la asimetría de fuerzas que media entre el Estado y los ciudadanos.
Si esa exigencia no se satisface, el ciudadano se convierte en víctima del Estado y la violencia, en vez de disminuir, se acrecienta.
Y este es el problema que Chile experimenta desde octubre.
El Estado no ha sido capaz de aplicar la fuerza satisfaciendo la exigencia que el Estado de Derecho le impone.
¿Por qué?
Hay, desde luego, y no vale la pena ocultarlo, un problema de corporativismo. Se puede llamar corporativismo a una cultura organizacional que se verifica cuando una organización estatal se concibe a sí misma con intereses distintos e independientes de la sociedad civil. En el caso de la policía chilena ha habido varios síntomas de este fenómeno que venía desde antiguo (fue uno de los rasgos de las corporaciones militares durante el estado de compromiso) y que alcanzó a permear a Carabineros, es posible, durante la dictadura. La idea de que la corporación del caso, piensan algunos miembros de Carabineros, debe poseer una concepción de la sociedad y de sus relaciones con el Estado que es distinta a aquella de la sociedad civil representada por el poder político es uno de los síntomas del fenómeno.
¿Cómo podría esperarse que Carabineros actuara con la prudencia que el poder político esperaba si —según su alto mando lo acababa de poner de manifiesto con el caso del fraude— su alto mando sentía que poseía total autonomía corporativa?
El poder civil ha sido débil a la hora de detectar y corregir ese corporativismo cuyo punto cúlmine y más escandaloso ha sido el mal empleo de los recursos públicos. Porque lo más preocupante es que ese mal uso ha sido tanto el producto de esa concepción como de un vulgar ánimo delictivo.
Pero no es solo corporativismo. Es también grave ineficiencia. ¿Ya se han olvidado los incidentes de escolares en el Instituto Nacional o en el Internado Nacional Barros Arana que la policía se mostró incapaz de contener, prefiriendo la autoridad política considerarlo un problema educacional y no de orden público?
La modernización del Estado, que suele reclamarse en el ámbito regulatorio, debe comenzar por este otro aspecto más básico. Recuperar la eficiencia con pleno respeto a los derechos fundamentales. No es fácil hacerlo; pero es imprescindible acabar con la violencia convertida en rutina con hora y lugar conocidos.
Los otros factores del orden
Pero, como es obvio, la posibilidad del Estado de producir orden no es solo el fruto del monopolio de la fuerza. Es lo que, como se ha repetido varias veces, recordó Talleyrand a Napoleón: con las bayonetas se puede hacer todo, menos sentarse sobre ellas. Y mandar sentado, sin aspavientos ni ademanes de fuerza, es la prueba básica de la legitimidad del Estado.
En Chile, no cabe duda, hay una crisis de legitimidad.
Y la legitimidad del Estado en el capitalismo descansa en su capacidad de proveer algunos bienes que son básicos para el bienestar. El primero de ellos, claro está, es la previsibilidad de las relaciones sociales; pero también hay otros relacionados con las condiciones materiales de la vida. La literatura clásica lo explica de manera inmejorable aunque exagerada: la tarea del Estado consiste en liberar a los individuos del miedo y de la indigencia.
En las condiciones contemporáneas, esa otra tarea posee particulares características.
En lo que suele llamarse “modernidad organizada” o, si se prefiere, estado de bienestar en cualquiera de sus versiones, el Estado interviene en la economía y, como resultado de ello, el salario, la regulación antimonopólica, el acceso al consumo, constituyen un tema de negociación o de juego de fuerzas de carácter político. La capacidad del Estado para negociar o componer esas demandas es la clave de su legitimidad y del control de las crisis. En la “modernidad desorganizada” o, si se prefiere, en lo que se ha llamado neoliberalismo, el Estado carece en la mayor parte de los casos de esa posibilidad. La economía se desancla o desprende del sistema político y este último pierde la capacidad de conducir aspectos muy relevantes de la vida social. Se ve así expuesto a demandas que no puede satisfacer. La paradoja es la siguiente: en la modernidad desorganizada hay indudablemente más bienestar (como lo prueba la rápida modernización chilena), pero el Estado es más impotente para enfrentar las crisis económicas que, por eso, se transforman casi siempre en crisis sociales.
La crisis de representación
Es probable que en esa pérdida de centralidad del Estado —más que en la incapacidad de los partidos para comprender las demandas sociales— radique parte de lo que se ha llamado crisis de representación.
La antigua imagen del Estado como una nave cuyo piloto es el portador de la voluntad colectiva ya no responde a la realidad. La idea de que la vida social es conducida, en la casi totalidad de sus aspectos, por una comunidad que se gobierna a sí misma, sigue siendo seductora como imagen, pero su realización es hoy casi imposible. La concepción según la cual en la cúspide de la vida social está la política —decidiendo su fisonomía y resolviendo sus problemas— no parece factible en una sociedad inserta en mercados globales y diferenciada en múltiples sistemas, cada uno con su propio código de funcionamiento. La crisis de representación es un síntoma de impotencia de la política.
Es lo que hoy salta a la vista. Los miembros del Congreso abundan hoy en prácticas autorreferidas que no miran a la sociedad, sino que miran al interior del propio Congreso: ¿Qué es la seguidilla de acusaciones constitucionales y gestos y declaraciones vacías de lado y lado sino el pobre intento de sus miembros para ocultar que no logran saber cuál es su lugar en la vida colectiva? Ocupar el vacío con gestos vanos lo subraya y no lo llena.
El peligro del populismo
El principal peligro es ceder a la tentación de describir todo lo anterior como el resultado de una élite corrupta y egoísta frente a un pueblo virtuoso; la vida social como un enfrentamiento entre víctimas desposeídas y victimarios satisfechos; los problemas sociales como asuntos de mera moralidad que una minoría indolente se niega a comprender.
Desgraciadamente, esa concepción simplista y de digestión fácil está cundiendo en el espacio público chileno, desprestigiando al sistema de partidos y a la presidencia. Y ello está ocurriendo en la izquierda y la derecha, e incluso entre los propios sindicados como abusadores que de pronto se apresuraron a hacer un mea culpa, prometiendo que nunca más abusarían (esta actitud abundó en octubre cuando el miedo pareció inundarlos a todos).
Pero si se consiente en ello, si el populismo se expande, si los líderes e intelectuales no le hacen frente con claridad, es la democracia la que estará en un peligro aun mayor que el que ha experimentado desde octubre. Pero ¿cómo hacerlo? Esa es la pregunta que ronda esta crisis y que la próxima entrega intentará responder. (El Mercurio)
*Pensar la crisis es una serie de cuatro ensayos, el primero de los cuales fue publicado en enero pasado.