El perdón sería lo opuesto a la justicia, opina uno de sus contradictores. «¡Ni perdón ni olvido!», proclaman activos dirigentes de los derechos humanos.
Afirmar que el perdón y la justicia se oponen implica en primer lugar una confusión de perspectivas, pues son realidades de ámbito diferente. El primero es esencialmente interior; la segunda, exterior e interpersonal. El perdón dice relación con los sentimientos, las emociones y una autoevaluación interior; la justicia, en cambio, apunta a lo jurídico-institucional. Por esta razón es posible obtener justicia sin perdón, y perdón sin justicia.
Es común confundir también perdón con reconciliación. Se trata otra vez de procesos diversos, porque la reconciliación, como la justicia, conciernen al ámbito externo e interpersonal, a diferencia del perdón. Acercar posiciones y entablar cierta relación con el ofensor son actos generalmente graduales, que pueden completar el proceso de perdón, pero que no necesariamente coinciden con él. Sin un trabajo previo sobre los propios sentimientos, en particular sobre la rabia, se corre el riesgo de que haya una reconciliación forzada y superficial, que a la larga, en lugar de acercar, más bien pueda alejar a las personas.
El rechazo al proceso del perdón, considerado como una renuncia a la propia dignidad y a los propios derechos (Nietzsche), acompañado generalmente de una inclinación a hacerse justicia por sí mismo, redunda en el ánimo de venganza. Ese «arreglo de cuentas» que supone la venganza tiene su íntimo soporte en el resentimiento y en el ininterrumpido mascullar interior, que trastornan el ánimo de la persona, exasperándola hasta el punto de no poder ya encontrar satisfacción en la vida. No está de más recordar hasta dónde el rencor y el odio son fenómenos destructivos en el plano de la salud personal, así como vastamente intoxicantes en el plano social. La decisión de perdonar, por el contrario, tiene un muy tangible impacto somático-biológico y un efecto social históricamente comprobado.
La venganza jamás alivia el sufrimiento ni es tampoco de su naturaleza asegurar la justicia a través de una suerte de empate en los daños que se inflijan las partes. Más bien envilece y destruye a unos y a otros, confunde toda mesura y agrega injusticia a la injusticia. Tampoco la venganza restaura el honor (como se figuraba con los antiguos «retos a duelo»), sino más bien propicia el abuso y la completa pérdida de credibilidad.
En cuanto a la clásica consigna de las más emblemáticas contiendas civiles del siglo XX, «¡Ni perdón ni olvido!» -no así de las catastróficas guerras mundiales, según dieron ejemplo dos grandes como De Gaulle y Adenauer (Reims, julio 1962)-, estamos ante una contradicción en los términos. Pues mientras el primero, el perdón, es voluntario; el segundo es involuntario. Determinar el olvido es como decir: «acuérdate que debes olvidar». Acto que resultaría no solo contradictorio, sino también mórbido y de un efecto contrario, pues al fin reforzaría la memoria del agravio, según lo que la psicología llama «intención paradójica». Distinto sería desincentivar las inclinaciones que hacen difícil el perdón: el rencor, el mascullar rabia, el odio; y sustituirlas por inclinaciones en sentido contrario.
El olvido, a diferencia del recuerdo, no es fruto de una decisión, por lo que no tiene propiamente que ver con el perdón: si un episodio ha sido realmente olvidado, nada habría que perdonar. El perdón nace, en cambio, de la constatación de algo que, provocando sufrimiento, se llega a considerar injusto, moviendo a una forma distinta de afrontar la situación.
En el trasfondo de este prolongado calvario nacional yace la falsa consideración de que el perdón sería una forma de debilidad. En verdad es al revés. Solo puede perdonar quien es interiormente fuerte, quien ha sabido dar lugar a sentimientos e inclinaciones que conducen a afrontar y controlar su propia vida, como la empatía, el replanteamiento cognitivo, los buenos deseos y la bondad. Índices, todos ellos, de una libertad interior capaz de escapar al mecanismo estímulo-respuesta, que caracteriza las reacciones emotivamente primarias del niño o del hombre inmaduro.
No ha faltado quien funde su alegato en el argumento de que el inculpado debe sufrir por lo que ha obrado. Tras esta afirmación prevalece la creencia errónea de que rechazar el perdón es una forma de castigar al otro. Sucede, en realidad, exactamente lo contrario: el que rechaza el perdón se castiga él a sí mismo, torturándose interiormente, amargándose sin piedad e impidiéndose de vivir en paz, de recomenzar y hasta de descubrir que el otro es muy diferente a como su fantasía herida lo imaginaba. Perdonar es, en definitiva, un ejercicio de realidad, que puede hacer bien a ese otro, pero sobre todo a sí mismo. (El Mercurio)
Jaime Antúnez Aldunate
De la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales
Instituto de Chile